Transcribo uno de los relatos emocionantes del libro de Adrián Michelena y Nahuel Lanzillotta "Sueños de selección":
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| Adrián |
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| Nahuel |
..."Rodrigo De Paul mastica caramelos mientras busca a sus afectos en las tribunas. Falta poco más de una hora para el partido; el ambiente está cargado de nerviosismo y tensión. A pocos metros del círculo central, Leandro Paredes también se une al ritual y desenvuelve sus Sugus: cuatro azules de ananá y tres amarillos de limón. De Paul elige exactamente catorce caramelos, una elección que tampoco es al azar pero cuyo motivo aún no ha sido revelado. Tras quitar cada envoltorio, los esconde con cierto recelo en el bolsillo izquierdo, como si cada papelito fuera un pequeño secreto guardado para sí mismo. Cuando ambos terminan, pueden ir tranquilos a cambiarse al vestuario, sin prisas.
Dos adultos comiendo caramelos. A simple vista, no habría razón para asombrarse ni para tanto revuelo en los medios de comunicación. Lo que hacen, sin embargo, está en boca de todos. Detrás de ese inocente acto hay un ritual, y detrás del ritual, una historia. Un día la prensa se enteró de su peculiar costumbre, de que él, Paredes o el Papu Gómez, alguno de ellos, le había robado caramelos al Dibu Martínez y, a partir de ese día, habían ganado todos los encuentros de la Copa América 2021. Nunca más perdieron. Desde entonces, se mantiene la tradición de comer caramelos antes de cada partido de la selección argentina. Esa es la versión oficial, pero hay una historia más, una que solo De Paul conoce. Es la historia de los caramelos y su abuelo Osvaldo. Ahí es cuando su paladar y su alma se llenan de dulzura y nostalgia.
Los Sugus y también los Palitos de la Selva eran los caramelos que De Paul comía cuando era chico, cuando jugaba al baby fútbol en Deportivo Belgrano. Ahí están los colores de su infancia, los sabores de su niñez y los recuerdos que no ha de olvidar. Su carrera comenzó a los 3 años, cuando aceptó ser arquero para poder jugar. La categoría más chica era la 92 y a él todavía le faltaban dos años para arrancar con los de su edad. Así que su madre, Mónica, habló con el entrenador y logró una negociación: Rodrigo jugaba, pero para evitar golpes no podía salir del arco. El buzo de arquero le quedaba como una bolsa, le llegaba a los pies, pero sus ganas de ser parte de esa fiesta superaban cualquier incomodidad. Incluso, con sus ojos llenos de ilusión, saludaba a todos los presentes cuando lo presentaban con micrófono. En realidad, no le convencía demasiado la idea de ser arquero, pero por algo había que empezar.
Tan chiquito era que cada dos por tres empezaba a mover los brazos, como pidiendo auxilio. De urgencia, tenían que frenar el partido y él salía corriendo al baño porque era chiquito y no podía aguantarse. A veces, cuando el partido caía a la hora de la siesta, le daba sueño y apoyaba la cabeza en uno de los postes. Su mamá le hacía señas, el técnico pedía el cambio de arquero y él volvía a la tribuna, donde se dormía acunado en los brazos maternales. Atajó poco en verdad, porque cuando cumplió los 4 años lo pusieron a jugar con la categoría 93 ya de volante. Y a los 5 años arrancó con su división, la 94. Para él, jugar era una fiesta. Por eso se había hecho querido por todos. Su madre, que llevaba al club a Guido y a Rafael, sus otros hijos más grandes, pasaba los sábados enteros en la mesa cobrando entradas. Por diversión, Rodri agarraba los talonarios de las rifas y salía a vender. Era el más caradura y los papás de los otros chicos lo veían tan alegre y eléctrico que le compraban en el primer intento. Claro, ya habían probado diciéndole “Después te compro” y él se lo tomaba tan en serio que volvía a pasar hasta el cansancio.
En esas horas sin fútbol, Rodrigo y su mejor amigo, Fabricio, que eran inseparables desde el jardín, tramaban algo más grande: jugar juntos en Racing. Pero había un problema. Su mamá y su abuelo Osvaldo eran fanáticos de Independiente y, según temía, ni locos iban a dejarlo ir. Un día fue Ricardo Bochini, el máximo ídolo del Rojo, a ver jugadores al club Belgrano y preguntó por él. Apenas el Bocha se dio la vuelta para irse, Rodrigo fue corriendo hacia su madre y le dijo en forma de súplica: “Mami, a Independiente no, ¿eh?”. “¿Cómo que no?”, le respondió ella. Y poco a poco comenzó a notar el plan de su pequeño.
Con los días, Rodri le pidió a Mónica que lo dejara ir a ver los entrenamientos de su amigo Fabricio, que ya jugaba en Racing. Al principio, ella se oponía, pero terminó aceptando cuando el niño le prometió que la ayudaría con el trabajo. Le aseguró que solo tendría que ir a buscarlos porque el papá de su amiguito se ocuparía de llevarlos. “Bueno, no está tan mal”, reflexionó su madre, restándole dramatismo a la situación. Sin embargo, un día se acercó el entrenador de Racing y habló con ella. “Queremos que su hijo se quede”, le dijo. Y Rodrigo, chocando sus rodillas de la emoción, se mordía los labios sin darse cuenta, como aguantándose las ganas de decir: “Por favor, ma”. Así fue como comenzó su vida en Racing. Apenas tenía 7 años, pero ya dominaba con astucia las técnicas de persuasión y guardaba un profundo sentido de la amistad.
En el complejo de monoblocks de Sarandí donde vivía, se las ingeniaba para organizar partidos entre todos los chicos de la vecindad. Como el lugar estaba enrejado y en el medio había un generoso parque, las madres aceptaban que los niños jugaran allí, lejos de los peligros de la calle. Con su rostro salpicado de pecas, botines ajustados, la pelota al pie y un cordón colgado al cuello con la llave del edificio, se acercaba al portero eléctrico y lanzaba una invitación masiva al gran partido de las cinco y algo de la tarde. “Hola, ¿bajás a jugar a la pelota?”, decía, sin presentarse, con una voz reconocible y enérgica que contagiaba entusiasmo a los demás. A veces, volvía a su casa a tomar la leche con tres o cuatro amigos. Por nada del mundo dejaba que sus compañeros se fueran; su coartada era llevarlos a merendar a su casa y, enseguida, bajar y armar otro partido. Nunca era suficiente.
Para poder seguir entrenando en Racing, tuvo que mudarse a la casa de sus abuelos, que vivían justo a la vuelta del Cilindro de Avellaneda. Sin duda, extrañaba horrores a su mamá y a sus hermanos, pero la pelota lo tenía hechizado. Pasó con sus abuelos, Alicia y Osvaldo, dos años inolvidables. Osvaldo había sido testigo de cómo levantaban, en medio de un pantano, el viejo estadio de Independiente en 1928. Había visto a futbolistas legendarios como Erico y De la Mata y, siendo socio vitalicio del Diablo, se mordía la lengua porque todos los días debía llevarlo a su nieto a practicar a Racing, el rival de toda la vida. Sin embargo, no era capaz de pronunciar un reproche. Simplemente se dejaba llevar por el deseo del pequeño Rodri.
En más de una ocasión, a Rodrigo le dolió la panza en el colegio y su abuelo tuvo que ir a retirarlo. Al llegar a la casa, lo acostaba boca abajo para que el dolor amainara. Pero cuando se acercaba la hora de ir a entrenar, el niño ya estaba levantado y vestido. “Vamos, abuelo, tengo que entrenar”, le decía. “Pero ¿cómo? ¿A vos no te dolía la barriga?”, replicaba Osvaldo. “Abu, ya estoy bien, ya estoy bien”, aclaraba, pícaro, con una sonrisa compradora. Y así, cómplices los dos, hacían las cosas a su manera.
Aunque Rodri volvió con su mamá y sus hermanos a los 9 años, Osvaldo nunca dejó de llevarlo a entrenar. Tomaban el colectivo juntos, el 24 o el 271, que los dejaba cerca del Predio Tita Mattiussi, el templo de las inferiores de Racing. Cuando salía de jugar, no alcanzaba para un pancho ni una gaseosa, así que Rodrigo, consciente de la realidad de su abuelo, pedía caramelos para el viaje de vuelta. Juntos compartían esos pequeños cuadraditos de colores y sabores que, si bien eran sencillos, se veían especiales. Porque su abuelo le estaba dando todo lo que podía darle. Cuando llegaban a Sarandí, Osvaldo se despedía con un fuerte abrazo y se volvía para Avellaneda.
Lo que el abuelo nunca le contó a su nieto fue que, cada vez que compraba esa bolsita de caramelos, no le quedaba otra que volver a su casa caminando unas cincuenta o sesenta cuadras desde Sarandí hasta Avellaneda, porque se había gastado esas últimas monedas que eran para subir al colectivo. Nunca le dijo que no, quizá porque nunca quiso romper ese momento sagrado entre ellos dos. Pero como una estrella que estalla en el cielo, Osvaldo murió y, con su partida, el mundo de Rodri se quebró para siempre. A sus 14 años y con todo el futuro por delante, dejó de entrenar y hasta dejó unos días la escuela, hundido en el dolor. De qué servía el fútbol si su abuelo ya no estaba detrás del alambrado para dedicarle un gol.
Pasaban los días y en Racing veían que ese flaquito habilidoso que ya vislumbraba un gran futuro en el fútbol no volvía a entrenar. Hasta que los profes fueron a buscarlo a su casa. “Tenés que volver, Rodri. El equipo te necesita, todos te necesitamos”, le dijeron. Y, aunque el vacío seguía ahí, Rodrigo De Paul supo que debía ser fuerte por él, por su abuelo y por todos los que lo querían. Así que volvió a ponerse los botines, porque un sueño debe perseguirse hasta el final. También volvió a vivir en la casa de su abuela para acompañarla en su soledad y para evitar viajar tanto. Y continuó peleando por un lugar en las juveniles del club de su vida. A veces le tocaba ir al banco de suplentes, ya que se ponía algo chinchudo y hablaba demasiado, tal vez, como forma de descargar las broncas y tristezas que querían atraparlo.
Su abuelo ya no estaba, pero su legado y su luz seguían con él. Osvaldo había trabajado desde los 12 años fabricando cordones para botas, toallas y haciendo arreglos de tapicería hasta que ingresó como operario de la fábrica textil, cerca del cruce de Varela. Así forjó su vida de sacrificios. Todo lo que hacía era por sus dos hijas. Y luego, cuando se jubiló, el mismo sacrificio se extendió hacia sus nietos, especialmente a Rodrigo, que nunca dejó de luchar.
Con los años, De Paul se consagró en la primera de Racing, jugó en Valencia, deslumbró en Udinese, Atlético de Madrid y se convirtió en el motorcito de la Scaloneta, que salió campeona de absolutamente todo. En cada momento de gloria recuerda a sus abuelos, a quienes lleva tatuados en su cuerpo. Y cada fin de año, cuando vuelve a la Argentina, no quiere grandes regalos ni lujos. Solo pide una cosa para el 24 de diciembre: una bolsita de caramelos al pie del arbolito de Navidad.
*Este es un fragmento de "Sueños de Selección", de El Ateneo, escrito por Adrián Michelena y Nahuel Lanzillotta.Abril 2025
Sinopsis:
Lo que nos llevó a la cima no fue la suerte ni la casualidad; fue el sacrificio diario, el trabajo silencioso y la inquebrantable creencia de que juntos éramos imparables". NICOLÁS TAGLIAFICO. Adrián Michelena, periodista deportivo especialista en historias de fútbol y boxeo, y Nahuel Lanzillotta, periodista de la sección Deportes del diario Clarín a cargo de la cobertura de la selección argentina de fútbol, nos comparten el recorrido de superación, lucha, humildad y fortaleza de cada uno de los protagonistas de la Scaloneta hasta ganar la tercera estrella albiceleste en Qatar 2022. Conoceremos el camino que realizaron para cumplir sus sueños, sus valores y cómo nos inspiran hoy los campeones del mundo.
Gracias Adrián por el permiso de publicación
@adriomichelena
@lanzillottaok
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