El camino era
largo. A lo lejos, veían las montañas repletas de nieve. Se venía una
noche fuerte. A pesar de todo seguían
caminando. El sol bajó y se enfriaban los cuerpos, de a poco.
Le colocó el
abrigo sobre los hombros y se lo acomodó, aunque su camisa estaba húmeda por el
rocío. El viento soplaba y traía aromas de sal, pero seguían camino.
La tormenta los
obligó a detenerse, debajo de unos
árboles tupidos. Con un cuero viejo como único abrigo, descansaron un
rato.
La fiebre no
cedía, pero la esperanza aún continuaba dentro suyo. Sabía que esa noche era
difícil, pero si lograban amanecer, ella podía mejorar.
La tormenta fue
debilitándola de a poco. De repente, el sintió que algo lo llamaba. Se levantó
y fue hacia la orilla del lago. Un hombre estaba pescando. Se dio vuelta al
escuchar sus pasos y lo miró. “Tranquilo", le dijo, "mañana estará mejor". Cuando se volvió hacia ella para
mirarla, el hombre había desaparecido.
La acomodó en la
carreta y la arropó. La fiebre cedía de a poco. Un rayo bajó de repente y cortó
en dos la cruz de madera que llevaba detrás de la caja. Se detuvo y miró hacia
atrás. Ya no llovía. Ella, abrió los ojos y sonrió “Buenos días!”, le dijo.
Saltó de la carreta y fue a su lado.
Ya sin fiebre, se
levantó y lo abrazó.
El sol se asomaba
detrás de las montañas, el camino era largo, pero llegarían pronto. Detrás de
unos árboles tupidos se asomaba el sombrero marrón del hombre que pescaba. Con
un ademán extraño, dejó que pasaran a su lado. El, levantó la mano y les dijo “adiós”.
©Silvia Vázquez
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