Daniela y yo siempre fuimos amigas. Ese lazo
nos unió desde el mismo momento en que nuestras madres se enteraron que estaban
embarazadas. Nacimos con apenas dos meses de diferencia. Ella me embromaba con
que era la mayor y yo con que iba a ser siempre la más joven .
Mucho tiempo pasó desde el día que decidió
irse de Buenos Aires. Ya no soportaba más la presión de vivir en medio de la inseguridad,
las corridas y la mala suerte que la perseguía en su vida afectiva.
Se había casado joven. Se había quedado sola
muy joven también. Sus padres habían fallecido cuando apenas tenía 25 años,
dejándola sumida en un profundo dolor del que jamás se recuperó.
Su marido, marino, casi nunca estaba en casa,
y el abandono a causa de sus viajes se sumó al engaño que ella misma descubrió
tiempo después de la muerte de sus padres.
Ahí fue cuando decidió marchar. Pidió el
traslado a cualquier escuela , lo más lejos posible de la gran ciudad.
Solo la apenaba el hecho de separarnos. Eramos
como hermanas, y en honor a la verdad, yo no quería que se fuera, necesitaba
que estuviera cerca y no me imaginaba sin ella del otro lado del teléfono.
Mi vida no había sido muy fácil. Si bien tenía
un buen trabajo en la ciudad, mi hija estaba creciendo en un
mundo revolucionado, que no era el que había soñado para ella.
Como madre soltera fui sobreprotegiéndola
exageradamente. Ella era mi única compañía desde que Dani se había mudado al
sur.
Su destino fue un pueblito en la provincia de Chubut.
Se llamaba Camarones. Lo único que sabíamos de él es que estaba rodeado de un
mar tan profundo como su dolor, tan azul como sus ojos. Contaba en sus cartas
que la última ciudad grande que vio fue Trelew, cuando el micro desapareció
entra la polvareda de la ruta a medio asfaltar que la llevaba a su nueva vida.
Nos hablaba de cuando preparaban la fiesta del
salmón. Febrero se asomaba cálido para recibir turistas y ese era el momento en
que se comenzaba su vida social, más allá de encontrarse con los padres de sus
alumnos del colegio 721. Apenas 1000 habitantes eran sus vecinos, a quienes
apenas veía en los inviernos duros del sur.
Su casa era modesta. Se la había entregado el
vice gobernador cuando inauguró el barrio
de apenas 24 viviendas, rodeado de árboles pobres en ramas y la compañía del
viento.
La transparencia del agua invitaba a sentarse
mirando el mar. Esa era su rutina luego de las clases. El muelle la esperaba
para mostrarle la inmensidad de la
distancia que nos separaba.
Eran cada vez menos las cartas , escasas las llamadas telefónicas. Mi vida en Buenos Aires cada vez se complicaba más. Ya no aguantaba mis viejas dolencias y decidí consultar por fin a un médico, como me habían insistido mis compañeros de trabajo.
- Pato, hacete ver, no seas tonta, mirá si
tenés algo grave, qué va a ser de tu hija…no lo dejes pasar.
Creo que fue el peor día de mi vida. Después
de miles de estudios, idas y vueltas, consultas y más consultas, el resultado
no variaba. Todos coincidían, no me aseguraban un buen futuro, y ya casi no
tenía tiempo de postergar el final. Había dejado pasar mucho y ya era tarde.
Meli nunca lo supo. No quise que se enterara. ¿Para
qué? Nadie podía solucionar nada, excepto yo, con respecto a ella.
Nunca recordé tanto a Daniela como entonces.
Busqué su teléfono, llamé varias veces pero nadie respondía. Tal vez se había
ido del pueblo. Intenté con cartas pero volvían sin respuesta.
Meli ya tenía 12 años, no podía dejarla sola.
Mis noches eran un ir y venir de pensamientos confusos. Había muchas decisiones
que debía tomar sin perder tiempo.
Dani no aparecía, pero me quedaba solo una
esperanza de encontrarla: viajando a Camarones.
Cuando Meli terminó el colegio ese año, le
sugerí al idea de ir al sur, a visitar a su “´tía Dani”. Saltaba de alegría.
-
Por fin mamá, después de tantos
años, volver a verse…
Fuimos a Aeroparque y sacamos pasajes para una
semana después. Los preparativos incluyeron mucha ropa en un bolso, con la
excusa que ella podría quedarse más tiempo allá que yo, ya que estaba de
vacaciones y yo debía volver a trabajar en un mes.
A escondidas, puse en mi bolso sus objetos
preciados, por si necesitaba quedarse una larga temporada.
Mi cuerpo ya no era el mismo. Los dolores
aumentaban día tras día, y los calmaba para que mi hija no sospechara de nada.
A medida que se acercaba el avión al
aeropuerto de Trelew, mi corazón se agitaba cada vez más
Cuando bajamos, tomamos un micro que unió los
250 kms hasta el pueblo. Bajé y pegunté por la escuela. Allí fuimos.
Dani estaba dando clase. El abrazo más grande
que había dado en mi vida fue ese. Lo merecía, eran tantas cosas las que tenía
que contarle…
Su casa era nueva, estaba el hogar prendido y
nos dimos cuenta que había amanecido cuando las leñas se apagaron por completo
y sentimos frío.
Pasamos 15 días recorriendo la costa,
charlando y recordando nuestra infancia. El tiempo había pasado tan rápido, más
aún para mi, que me quedaba tan poco para disfrutar…
Nuestro regreso a Buenos Aires no fue fácil.
La promesa de volver fue solo de Meli, la mía, con una falsa sonrisa en los
labios. Un abrazo pleno de emoción y el avión que partía fue lo último que Dani
tuvo de mí.
Meses después, con un abrigo pesado, una
valija repleta y lágrimas en los ojos, Meli era recibida por Dani , en la terminal
de micros.
Nos habíamos prometido seguir juntas para
siempre. Yo confiaba en ella. Sabía que cuidaría a mi hija como lo hice yo.
En las costas del mar azul de Camarones, esta
tarde pasean abrazadas dos mujeres y una
sombra, que jamás se despegará de ellas.
©Silvia Vázquez
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