A ciegas
La tarde cae, y ni lo nota. Sus ojos pueden ver apenas, ya
casi nada, pero insiste en terminar esa obra en inglés que tanto ole apasiona.
No queda nadie en el salón, la puerta rechina cuando la
bibliotecaria le anuncia que debe cerrar. Inmutable, cierra el libro y lo deja
sobre la mesa de madera.
Al otro día, realzará la misma ceremonia. A la misma hora
llegará, pedirá el mismo libro y lo leerá hasta que baje el sol.
Cuando termine de leerlo, sabrá qué fue de los esclavos del
barco del Capitán Cereno, la novela de Meville, y luego se sumergirá nuevamente
en los laberintos para recordar A Ariadna y Teseo.
Es posible que pronto pierda totalmente la visión, por eso
devora cada libro una y otra vez.
Es posible que solo queden en su memoria, las imágenes de
aquellas historias y sus protagonistas.
Por años será “el escritor que dijo que el paraíso sería una
biblioteca”.
Seguramente estará disfrutando de ella, sentado en un sillón
de terciopelo verde, junto a la ventana, aunque ya o necesite de la luz ni de
los ojos para leer, ya que su memoria prodigiosa renueva a diario cada palabra.
Se servirá un vaso de leche, o tal vez con un vaso de agua
le alcance, e invitará a Ocampo, a Bioy o a Petit de Murat para discutir con
ellos el último párrafo de Baterbly…
©Silvia Vázquez
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