viernes, 24 de septiembre de 2021

Cuento de Leonor Pires

     ELLOS NOS HABLAN 


  


                                        
NOSTALGIAS DE UN ROBLE EN UN VIEJO JARDÍN 

 

                En el año 1890 éramos unos pequeños palitos con un escaso penacho verde, esbeltos y orgullosos de nuestra estirpe, y nos trajeron a este gran terreno desolado desde donde se divisa el Rio de La Plata. Fuimos pioneros en la zona. Nos pusieron al borde de la barranca, sufrimos mucho el primer invierno.  A pesar de los cuidados que nos brindaban estábamos a merced de las inclemencias del tiempo, como todos nuestros congéneres. Cuando habíamos alcanzado apenas dos metros de altura vinieron a acompañarnos otras especies. Ya no sufríamos la soledad, pero tenían que dispensarles más atenciones que a nosotros porque eran vulnerables. Igual subsistimos, los robles somos muy fuertes. 

           Cinco años después comenzaron a edificar una hermosa mansión con caballeriza que pronto llenaron con magníficos animales, y que a veces ataban a nuestros tronquitos que estaban en plena tarea de robustecerse y sufríamos mucho. Al poco tiempo llegó una familia con cinco niños traviesos que jugaban a la pelota y estropeaban nuestro ramaje que se encontraba en plena etapa de desarrollo. Menos mal que el abuelo comprensivo nos sujetó a un tutor e hizo un corralito a nuestro alrededor para protegernos de los pelotazos. Los niños fueron creciendo y nosotros también. Pasamos a ser importantes para la familia. 

            Las señoras de la casa se sentaban debajo de nuestra valiosa enramada aprovechando la sombra generosa que les brindábamos. Tomaban mate, acompañados de apetitosos bocadillos, tejían, bordaban, intercambiaban “veladas” confidencias. ¡Cuántas historias interesantes podríamos contarles!,¡cuántas intimidades! , ¡mejor no! no somos indiscretos. Todos los de la casa disfrutaban de nuestra sombra. Pero un poco de temor teníamos, porque la abuela decía que nos quería tanto que cuando fuéramos viejos nos convertirían en lujosos muebles y el abuelo decía que él prefería unos lindos toneles para guardar el vino. 

             Las personas nacían, crecían y se morían en ésta mansión y nosotros seguíamos allí parados, inmutables, y cada vez más imponentes, más fuertes.  El dueño de la casa un día trajo un automóvil, uno de los niños, el más travieso, puso en marcha el vehículo y dio un tremendo topetazo en mi tronco, me produjo una herida profunda, creí que moría del dolor.  El automóvil fue a parar donde el mecánico y lo regresaron impecable, como si nada hubiera ocurrido, pero yo quedé lacerado de por vida. Las hermosas bellotas, lustrosas, después que las lluvias las lavan brillan como piedras preciosas cuando sale el sol, los niños las usaban como si fueran proyectiles de guerra. Nuestros retoños cuando apenas pasan los diez centímetros del suelo son cortados con una afilada guadaña. ¡Si supieran la pena que nos causan! Pero no todo es nefasto, en nuestros troncos llevamos tallados por siempre algunas inscripciones que hicieron a punta de cuchillo personas apasionadas; lucimos corazones atravesados con flechas, labios, nombres de estrellas y galanes que tuvieron historias de amor e ilusiones y promesas que nunca se cumplieron, o sí, vaya uno a saber… 

            Con el correr de los años la casa dejó de cumplir con las funciones que sus primitivos dueños le habían asignado, la convirtieron en una clínica médica, últimamente fue un hogar para ancianos y los más privilegiados disfrutaron de nuestra sombra. Pero nosotros siempre nos sentimos amos absolutos del parque.  

            Allá por 1940 otros arbolitos nos hacían compañía. Un hermoso jacarandá del cual me enamoré, sus flores celestes como el cielo, hacían latir mi corazón y su perfume corría ligeramente desde mis raíces hasta la punta de las ramas. Cuando sus flores caían, tejían una alfombra de encaje a mis pies, parecía haberme trasladado al mismo cielo. Ansiaba que llegara el mes de noviembre para disfrutar a pleno de su hermosura. 

          Estábamos cerca del río y un día trajeron un ceibo, a ellos les encantan las orillas, también me enamoré de él, sus flores rojas, aterciopeladas, provocativas, me volvían loco. Pero era muy bajito comparado con la estatura que nosotros habíamos alcanzado y solamente cuando el viento asediaba me inclinaba un poco para disfrutar de su encanto. 




           Uno de los niños de la casa, de una inocente germinación logró un Palo Borracho y lo pusieron cerca de nosotros tres. ¿Por qué tendré un corazón tan ardoroso? mantengo en secreto que también me he enamorado de él, tiene las flores rosadas más hermosas que haya visto en mi vida, pero a decir verdad, le temo porque me podría lastimar con los pinchos enormes que circundan su tronco y esa pelusa pegajosa que largan cuando sus semillas se abren, ¡por favor! 

         Una enredadera crece lentamente cubriendo el alambrado que sirve como medianera con la casa vecina y ¡que les cuento! allí detrás hay un ciruelo que en agosto se llena de flores rosaditas. También me gustan, pero sé que uno de mis hermanos “se bebe los vientos” por él y no digo nada porque no quiero herir sus sentimientos.  Han puesto unos pinos, no digo que sean feos, pero al lado nuestro se ven muy pequeños aún, pero sé que un día nos alcanzarán y eso me produce un poco de celos. No les cuento a mis congéneres que me enamoro de mis vecinos porque temo que se burlen de mí, pero me temo que ellos también se apasionan de los preciosos arbolitos que adornan el jardín.   

         Uno de mis hermanos no está tan esbelto como nosotros, recelo de que algo malo le pueda ocurrir porque está muy a la orilla de la barranca, y se está desmoronando con el correr de los años, parece que nadie repara en ello. Su ubicación no fue muy bien pensada, ¡tal vez nunca se informaron que podemos vivir hasta doscientos años! ¡Quién iba a creer que tendríamos una vida tan larga!  

      Estuve escuchando una conversación de los nietos de nuestros primitivos dueños y estoy entrando en pánico. Parece que quieren construir unos monoblocs y apoyados en nuestros troncos discutían si nos dejarían o tendrían que sacrificarnos. ¡No,… por favor no.! – nos mortificábamos de tanto pensar en nuestro incierto destino. 

       Comenzaron a traer materiales de construcción. Nos llenaron de polvo rojo, de arena que impedía que nuestras raíces se mojaran, apoyaron ladrillos que lastimaban nuestros troncos, ¡que sufrimiento!  Pero mientras les resultáramos útiles nos dejarían vivir. ¡Les brindábamos excelente sombra! 

     Los monoblocs se terminaron y nosotros allí estábamos aún. La mansión por la que vimos pasar tantos seres humanos la han derrumbado. Algunas personas cariñosas que disfrutaban de nuestra sombra nos sacaron fotografías, y tantos niños que nos golpeaban con las pelotas o las bicicletas, y se trepaban a nuestras ramas, nos han olvidado.  ¡Qué solos nos sentíamos en aquel descampado!  Pero por suerte construyeron una hermosa casa nueva, ¡y nos dejaron allí! Los nuevos dueños se encariñaron con nosotros y cerca replantaron algunos arbolitos para que nos hagan compañía, claro son pequeños, y vaya a saber si las flores que darán serán de nuestro gusto, si tendrán flores en primavera o en verano, si olerán bien o serán de perfumes muy fuertes… ¿nos gustarán sus flores? Pero seguramente que desaparecerán antes aún que nosotros. ¡Que fastidioso me estoy poniendo!... ¿Será la vejez? ¡Que orgullosos somos los magníficos robles! 

Leonor Pires 

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