viernes, 10 de septiembre de 2021

Escritora invitada: Susana Grimberg

TIEMPO DE ELECCIONES

"En lo que concierne a nosotros, hemos quemado los puentes a nuestro paso. Ya no podemos regresar, ni queremos regresar. Pasaremos a la historia como los más grandes hombres de estado, o como los mayores criminales". Joseph Goebbels (1943).





La democracia (del latín tardío democratĭa, y éste del griego δημοκρατία dēmokratía) es una forma de organización social que le da el poder al conjunto de la ciudadanía. Es el sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho del pueblo a elegir y controlar a sus gobernantes.
Personalmente me agrada la idea de que la democracia es un armado de desacuerdos y que no es un lugar de gente similar sino de gente diferente, siendo su principio la igualdad de derechos rescatando las diferencias.

En realidad, la democracia es la historia de la pluralidad y de la tolerancia, siendo un gran logro en la política de los pueblos, según las palabras del ex Primer Ministro y ex presidente de Israel, Shimon Peres.

Pero, como se trata de la Argentina, país en el que la decencia política difícilmente se impone, algunos políticos no tendrían espacio en el panorama político democrático nacional y los ciudadanos vivirían más tranquilos, aún con sus problemas, más o menos importantes. Sin embargo, no es así, y se convive con la violencia cotidiana muchas veces debida a las infinitas promesas incumplidas por parte de los gobernantes, senadores, diputados e intendentes en general.

En el mes de noviembre de 1995, escribí una nota para Diario de Cuyo, de la provincia de San Juan, en la que dije que los pueblos se equivocan porque están integrados por hombres y mujeres que, por el hecho de hablar, se equivocan. Esto sería una obviedad si no fuera que, cada vez que hay elecciones, e independientemente del partido triunfante, indefectiblemente surge el político que sostiene que la mayoría siempre tiene la verdad y que los pueblos no se equivocan.

En primer lugar, nadie tiene "la verdad" porque la verdad absoluta no existe. Pero, efectivamente, detrás de cada decisión hay una verdad en juego. El problema surge cuando una persona, un grupo o un pueblo se considera a sí mismo el legítimo poseedor de “la verdad”.

Tanto en el pasado como en la actualidad, el efecto de ese discurso ha sido peligroso y sigue siéndolo, para los que no coincidan con esa verdad.

La historia es un muestrario de guerras y crímenes en nombre de la verdad con mayúsculas. Recuerdo cuando, en Buenos Aires, se ponían fotos de periodistas que no acordaban con el gobierno y, los maestros afines al gobierno, incentivaban a los niños a escupirlas, pegarles y, quizás, romperlas, para amedrentar a los que no pensaban como el gobierno esperaba.

La educación.

Hitler, por ejemplo, subió al poder con el apoyo de la primera minoría convencida de que él decía la verdad. Miembro del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP) que, desde su lanzamiento en 1920, era un pequeño partido que Hitler, con su talento para la oratoria, logró atraer más miembros, sobre todo, mucha gente afectada por las humillantes y excesivas penalidades económicas al finalizar la primera guerra mundial.

El nazismo, paradigma que tomo para explicar cómo es posible que cualquier gobierno, pueda sostenerse en una serie de mentiras.

En la Argentina, durante los años del Proceso, tanto las fuerzas armadas como la policía, declararon que cumplía con el trabajo como si fuera un empleado de una oficina, de modo tal que podríamos llamar a los torturadores como los burócratas del crimen.

En Alemania, casi todo el pueblo, no sólo los militares, estuvo implicado en la industria de la muerte.
Daniel Jonah Goldhagen, en su libro "Los verdugos voluntarios de Hitler", sostuvo que un gran número de campos de concentración, requería que la población no militar prestase sus servicios. Muchos alemanes corrientes que no estaban afiliados a las instituciones nazis como el partido y las SS, aportaron personal para el sistema de campos, matando, torturando y sometiendo a atroces sufrimientos a los prisioneros.

En la Argentina el pueblo no tuvo esa participación, pero sí las Fuerzas Armadas y la policía. Los mismos estaban sujetos a una obediencia ciega, a una subordinación absoluta de un modo tal que, salvo los altos mandos, nadie era responsable.

"Educación para la muerte" es el libro donde el pedagogo estadounidense Gregor Ziemmer, trazó una especie de trabajo de campo con datos recogidos en "tiempo real" sobre la vida y la educación de los jóvenes bajo la hegemonía del Partido Nacionalsocialista.
En la primera edición hecha por la Editorial Claridad (junio de 1943), en el prólogo realizado por Alicia Moreau de Justo, la dirigente socialista anticipó la posibilidad de que el Estado, al multiplicar sus medios educativos, impulsando la gratuidad, obligatoriedad y laicidad para todos los habitantes con una pretendida igualdad, "se hace de un formidable instrumento para dominar y dirigir al pueblo".

Adolf Hitler, preso por su fallido asalto al poder en 1923, le dictó a su compañero de prisión el texto Mein Kampf en el cual dice que una vez que su revolución triunfe, "en la educación de los jóvenes en el Estado Alemán lo fundamental ha de ser la educación física: sólo después se tomarán en consideración los valores espirituales e intelectuales".

Sin embargo, el dictado de asignaturas referidas al conocimiento técnico o cultural era tan pobre como extremadamente político. Además, en los diferentes niveles educativos, las clases eran constantemente suspendidas para los desfiles, las "largas marchas" y los actos de todo tipo que organizaba el Partido. De este modo, los nacionalsocialistas arrasaban con la moral privada, la intimidad familiar y la educación intelectual.

Ziemmer revela cómo, desde las aulas, el discurso nazi promovió el "ser", la supremacía de la raza aria, "ser-raza-superior". Los pilares habían sido: la estructura militar, la propaganda. Goebbels, ministro de Propaganda, solía insistir con que una mentira repetida se transformaba en una verdad, las redes que les proporcionaba el avance de la ciencia, las comunicaciones y los ferrocarriles, sin los que los campos de concentración no hubieran sido posibles), y la educación.

En "Educación para la muerte", Gregor Ziemer narra cómo logró penetrar en los recintos sagrados de los centros educacionales nazis, previa lectura del manual escrito por el ministro de Educación, Kerr Bernhard Sust, bajo la supervisión de Hitler.

El manual tenía su propio vocabulario nazi. Un dato significativo es que al maestro no se lo llamaba Lehrer sino Erriejer, palabra que sugiere que no se trataba de instruir sino esencialmente de ordenar, apelando a la fuerza en caso de necesidad. En el manual se establecía una fe única en la Nación y el Fuhrer decretaba que todas las inteligencias debían ser iguales para fundirse en la Gran Conciencia del Estado.

La educación se consideraba satisfactoria sólo cuando los estudiantes hubiesen aprendido a someterse a la autoridad y a adaptarse al casillero que les había destinado el Partido Nazi. De la lectura del libro resta la muerte como ideal, en obediencia debida al Führer, quien dijo: "Dejad que los niños vengan a mí, pues ellos me pertenecen hasta la muerte".

Todos los niños debían terminar la escuela primaria antes de los diez años; después de esa edad, las escuelas eran campos de prueba para el Partido. A los niños, desde la edad preescolar, se los educaba en la supremacía del fuerte sobre el débil y en la supresión de toda forma de misericordia. Los maestros estaban imbuidos de una sola idea: hacer que el niño pensara, sintiera y actuara como un verdadero nazi. Las marchas diarias eran de apenas doce millas y media para los principiantes, cantidad que aumentaba para los mayores. En el manual resaltaba la consigna para toda la juventud alemana: ¡Aprieten los dientes! ¡Aguanten!

Con respecto a las mujeres, se crearon clínicas prenatales para controlar la pureza de la raza aria; clínicas de esterilización donde se vaciaban los vientres de las consideradas retardadas, débiles, locas, además de las de espíritu rebelde.

Tomo este ejemplo, no sólo después de ver el video, viralizado, mostrando a una maestra enardecida contra un alumno con cuya opinión no coincidía.

También por las declaraciones de la integrante del grupo de Rock, ABBA, producto de los embarazos alentados por el Fhürer, en pos de la supremacía de la raza aria donde se alentaba a las mujeres de distintos pueblos, a aparearse con soldados arios, evitando los lazos afectivos con los mismos, pues los hijos iban a ser para el Estado, personificado en el líder.

La importancia de sostener la democracia.

En una democracia consolidada no sucedería lo que acabo de escribir.

Lo digo, porque Hitler llegó al poder luego de elecciones democráticas en las que su partido logró ser la primera minoría y que luego, arrasó con todas las instituciones.
Esto es lo que puede llegar a suceder en una democracia débil, es decir, una democracia que no disponga de los mecanismos de defensa necesarios, por ejemplo, la estricta independencia de los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, división que impide que abusen del poder los gobernantes elegidos “democráticamente”.

En definitiva, los pueblos pueden equivocarse porque equivocarse es algo propio de los seres hablantes. Tenerlo en cuenta puede ayudar a subsanar desaciertos y también a abrir las puertas a los acuerdos y al disenso, esenciales en una democracia viva.

La clínica psicoanalítica, brinda innumerables ejemplos de errores, actos fallidos y accidentes del lenguaje, que suelen abrir puertas trabadas, además de propiciar el descubrimiento de caminos inéditos.

Podrían reprocharme que el hombre es el único animal que borra sus huellas y vuelve a viejos errores, podría afirmar que jamás una segunda vez va a terminar siendo un calco de la primera.
Es interesante recurrir al diccionario etimológico de J. Corominas para averiguar acerca de los orígenes de las palabras errar y equivocación.

La palabra equivocación proviene del latín "aeqyualis", "plano, liso, uniforme, igual", y de vocare “llamar". Entonces sería un llamado a lo igual (repetición). La palabra errar proviene del latín "errare": "vagar, vagabundear, equivocarse".

Son sinónimos, pero no significan exactamente lo mismo.

Los pueblos, los hombres que los integran se equivocan y yerran. Como los caballeros errantes exploran nuevos rumbos. A veces se equivocan. Otras veces no tanto. Una cuota de error hay siempre porque se trata de lo humano. Por eso viene al caso recordar que “el que tiene boca se equivoca...". Y todos nos equivocamos porque hablamos.

Quiero concluir con este pensamiento de Primo Levy:

“Decir que los culpables son monstruos es una excusa. Los monstruos existen, pero son demasiado pocos. Los más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos para creer y obedecer sin discutir".

©Susana Grimberg
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