Según me contaba mi madre, una fría noche de invierno abrí mis ojos a la vida. Allí comenzó mi trajín por ella y sin pena ni gloria mi vida fue transcurriendo. Tenía cinco años cuando quedamos huérfanos de padre mis hermanos y yo.
Es por eso, que nuestra semana se repartía entre guarderías y jardines de infantes, mientras mi madre salía en busca del sustento diario.
Taciturno até mis cordones, verdaderos lazos de mi azarosa existencia de mi difícil vida, deseaba más que nada en el mundo tener una vida cómoda pero no, nada de eso era posible.
Con mi pequeño aporte mi madre tenía un descanso en su sacrificada vida. Todos los días me exigía mucho para traer un poco de dinero, vendiendo diarios en las frías madrugadas con pies escarchados y orejas rojas, que pugnaban por salirse del abrigado gorro Tal vez porque este era muy chico… o mi cabeza muy grande y las manos con dedos endurecidos a pesar de tener los guantes.
Enfilé hacia la editorial a buscar los diarios, algunos transeúntes encapuchados me indicaban que la temperatura era muy baja, porque yo no sentía frío de tantas heladas que se amontonaban sobre mis hombros. Algunas veces el dinero nos alcanzaba para comprar algunos abrigos para mis hermanitos más pequeños, pero la mayoría de las veces mi madre arreglaba la ropa que le daban en su trabajo y así nos podíamos vestir todos con poco gasto. Mientras esperaba el tren pensaba que nunca sería grande para tener otro trabajo y ganar más dinero.
El tren se detuvo en el andén con un chirrido de frenos que me sacaron de mí modorra y apuré el paso. El paso obligado de todos los días, de mi lucha por la vida.
María Teresa Di Dío
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