Estoy sentada tomando café y fumando en casa de mi amiga Rita y se lo estoy contando.
Esto es lo que le cuento.
Es ya tarde en un miércoles lento cuando Herb sienta al gordo en una mesa de mi sección.
Este gordo es la persona más gorda que he visto, aunque se ve pulcro y bien vestido. Todo en él es enorme. Pero lo que mejor recuerdo son sus dedos. Me doy cuenta por primera vez cuando me detengo en la mesa cercana a la suya para atender a la pareja de ancianos. Sus dedos son tres veces más grandes que los de una persona normal: largos, gruesos, cremosos.
Atiendo mis otras mesas, un grupo de cuatro hombres de negocios, muy exigentes: otro grupo de cuatro, tres hombres y una mujer, y esta pareja de ancianos. Leander le ha servido agua al gordo y, antes de ir a su mesa, le doy bastante tiempo para que se decida.
Buenas tardes, le digo, ¿qué le puedo servir?, le digo.
Era grande, de verdad grande, Rita.
Buenas tardes, dice. Hola. Sí, dice. Creo que estamos listos para pedir, dice.
Tiene esta forma de hablar… extraña, tú sabes. Y cada rato produce un pequeño resoplido.
Creo que empezaremos con la ensalada César, dice. Y después un plato de sopa con pan y mantequilla extras, si me hace favor. Chuletas de cordero, creo, dice. Y patatas al horno con crema agria. Luego veremos lo del postre. Muchas gracias, dice, y me entrega el menú.
Por Dios, Rita, ésos sí que eran dedos. Me apresuro a llegar a la cocina y le entrego la orden a Rudy. La toma con una jeta que para qué te cuento. Ya conoces a Rudy. Rudy es así cuando trabaja.
En el momento en que salgo de la cocina, Margo —¿te conté de Margo? ¿La que persigue a Rudy?— Margo me dice, ¿quién es tu amigo el gordo? De veras que es un gordinflón.
Eso tiene que ver. Seguro tiene que ver.
Preparo la ensalada César en su mesa, él observa cada uno de mis movimientos a la vez que unta pedazos de pan con mantequilla y los pone a un lado, y todo el tiempo suelta ese resoplido. De todos modos, estoy tan nerviosa o lo que sea, que derramo su vaso de agua.
Lo siento muchísimo, le digo. Siempre sucede cuando una tiene prisa. Lo siento mucho, le digo. ¿Está usted bien?, le digo. Le diré al muchacho que limpie de inmediato, le digo.
No importa, dice. Está bien, dice, y resopla. No se preocupe, no hay cuidado, dice. Sonríe y hace una señal con la mano mientras me dirijo hacia donde está Leander, y cuando regreso a servirle la ensalada, veo que el gordo se ha comido todo su pan con mantequilla.
Poco después, cuando le traigo más pan, se ha terminado su ensalada. ¿Sabes de qué tamaño son esas ensaladas César? Es usted muy amable, dice. El pan está maravilloso, dice.
Gracias, le digo.
Bueno, está muy rico, dice, lo decimos en serio. No siempre disfrutamos de un pan como éste, dice.
¿De dónde es usted?, le pregunto. No creo haberlo visto antes, le digo.
No es la clase de persona que puedes olvidar, agrega Rita.
De Denver, dice.
No digo nada más al respecto, aunque tengo curiosidad.
Su sopa estará lista en unos minutos, le digo, y me retiro a poner los toques finales a mi grupo de cuatro hombres de negocios, muy exigentes.
Cuando le sirvo su sopa, veo que el pan ha desaparecido otra vez. Justo se está metiendo el último pedazo de pan en la boca.
Créame, dice, no siempre comemos así, dice. Tendrá que disculparnos, dice.
Ni lo mencione, por favor, le digo. Me gusta ver a una persona que disfruta de la comida, le digo.
No lo sé, dice. Supongo que podría llamársele así. Y resopla. Se arregla la servilleta. Entonces levanta su cuchara.
¡Dios mío, qué gordo es!, dice Leander.
No puede evitarlo, digo, así es que mejor cállate.
Le pongo otra canasta de pan y más mantequilla. ¿Qué tal estaba la sopa?, le digo.
Gracias. Buena, dice. Muy buena, dice. Se limpia los labios y se da unos golpecitos ligeros en la barbilla. ¿Hace calor aquí, o es mi impresión?, dice.
No, hace calor aquí, le digo.
Tal vez nos quitemos el abrigo, dice.
Adelante, le digo. Una persona debe sentirse a gusto, le digo.
Es cierto, dice, eso es muy muy cierto, dice.
Pero un poquito más tarde veo que todavía tiene puesto el abrigo.
Se han ido los grupos numerosos y también la pareja de ancianos. El lugar se está vaciando. Pero cuando le sirvo sus chuletas de cordero y sus patatas al horno, junto con más pan y mantequilla, el gordo es el único que queda.
Le pongo muchísima crema agria a sus patatas. Rocío trochos de tocino y cebollines sobre su crema agria. Le traigo más pan y mantequilla.
¿Todo está bien?, le digo.
Muy bien, dice, y resopla. Excelente, gracias, dice, y resopla de nuevo.
Buen provecho, le digo. Destapo la azucarera y miro su interior. Él asiente y continúa mirándome hasta que me retiro.
Ahora sé que yo buscaba algo. Pero no sé qué.
¿Cómo va ese tonel de tripas? Te va a desgastar las piernas, dice Harriet. Ya conoces a Harriet.
De postre, le digo al gordo, tenemos el “Especial Linterna Verde”, que es un pudín con mermelada, o pastel de queso o helado de vainilla o nieve de piña.
¿No la estamos retrasando, o sí?, dice, y resopla con cara de preocupación.
En lo absoluto, le digo. Claro que no, le digo. Tómese su tiempo, le digo. Le traeré más café mientras se decide. Vamos a ser sinceros con usted, dice. Y se mueve en el asiento. Quisiéramos el “Especial”, pero quizá también tomaremos un helado de vainilla. Con sólo una gota de salsa de chocolate, si me hace favor. Le dijimos que estábamos hambrientos, dice.
Me dirijo a la cocina para ordenar su postre, Rudy dice, Harriet dice que en una mesa tienes un gordo de circo. ¿Es cierto? Rudy se ha quitado el delantal y el sombrero, si entiendes lo que trato de decir.
Rudy, es gordo, le digo; pero eso no es todo.
Rudy sólo se ríe.
Parece que a esta muchacha le gusta la gordura, dice.
Es mejor que tengas cuidado Rudy, dice Joanne, que acaba de entrar en la cocina.
Me estoy poniendo celoso, le dice Rudy a Joanne.
Puse el “Especial” ante el gordo y un platón de helado de vainilla con salsa de chocolate a un lado.
Gracias, dice.
De nada, le digo… y me invade un sentimiento.
Aunque usted no lo crea, dice, no siempre hemos comido así.
Por mi parte, yo como y como y no puedo subir de peso, le digo. Me gustaría engordar, le digo.
No, dice. Si pudiéramos elegir diríamos que no. Pero no podemos.
Entonces levanta su cuchara y come.
¿Qué más?, dice Rita, encendiendo uno de mis cigarrillos y acercando su silla a la mesa. Esta historia se está poniendo interesante, dice Rita.
Eso es todo. Nada más. Se come sus postres, y después se va y Rudy y yo nos vamos a casa.
Vaya gordinflón, dice Rudy, estirándose como lo hace cuando está cansado. Entonces nada más se ríe y vuelve a ver la tele.
Pongo a hervir agua para el té y me ducho. Me paso la mano por el vientre y me pregunto qué ocurriría si tuviera hijos y uno de ellos me saliera así de gordo.
Vierto el agua en la tetera, arreglo las tazas, el azúcar, la crema, y le llevo la bandeja a Rudy. Como si hubiera estado pensando en ello, Rudy dice: cuando era niño conocí a un gordo, un par de gordos, de verdad gordos. Por Dios que eran rechonchones. No me acuerdo de sus nombres. Gordo era el único nombre que tenía ese niño. Lo llamábamos Gordo, al niño de al lado. Era mi vecino. El otro niño vino después. Se llamaba Bambolino. Todos lo llamaban Bambolino, excepto los maestros. Gordo y Bambolino. Me gustaría tener sus fotos, dice Rudy.
No se me ocurre nada que decir, así es que tomamos nuestro té y al poco tiempo me levanto para ir a la cama. Rudy se levanta también, apaga la tele, le echa llave a la puerta, y empieza a desvestirse.
Me meto en la cama, me arrimo a la orilla y me acuesto boca abajo. Pero enseguida, tan pronto como apaga las luces y se mete en la cama, Rudy empieza. Me pongo boca arriba y me relajo un poco, aunque es contra mi voluntad. Pero aquí está la cosa: cuando se coloca sobre mí, de repente me siento gorda. Siento que estoy terriblemente gorda, tan gorda que Rudy es una cosa pequeñita que apenas siento encima de mí.
Es una historia extraña, dice Rita, pero puedo ver que ella no sabe cómo interpretarla.
Me siento deprimida pero no voy a ahondar en esto con ella. Ya le he contado bastante.
Se queda allí esperando, acomodándose el cabello con sus delicados dedos.
¿Esperando qué? Me gustaría saber.
Es agosto.
Mi vida va a cambiar. Lo presiento.
............
Ni lo mencione, por favor, le digo. Me gusta ver a una persona que disfruta de la comida, le digo.
No lo sé, dice. Supongo que podría llamársele así. Y resopla. Se arregla la servilleta. Entonces levanta su cuchara.
¡Dios mío, qué gordo es!, dice Leander.
No puede evitarlo, digo, así es que mejor cállate.
Le pongo otra canasta de pan y más mantequilla. ¿Qué tal estaba la sopa?, le digo.
Gracias. Buena, dice. Muy buena, dice. Se limpia los labios y se da unos golpecitos ligeros en la barbilla. ¿Hace calor aquí, o es mi impresión?, dice.
No, hace calor aquí, le digo.
Tal vez nos quitemos el abrigo, dice.
Adelante, le digo. Una persona debe sentirse a gusto, le digo.
Es cierto, dice, eso es muy muy cierto, dice.
Pero un poquito más tarde veo que todavía tiene puesto el abrigo.
Se han ido los grupos numerosos y también la pareja de ancianos. El lugar se está vaciando. Pero cuando le sirvo sus chuletas de cordero y sus patatas al horno, junto con más pan y mantequilla, el gordo es el único que queda.
Le pongo muchísima crema agria a sus patatas. Rocío trochos de tocino y cebollines sobre su crema agria. Le traigo más pan y mantequilla.
¿Todo está bien?, le digo.
Muy bien, dice, y resopla. Excelente, gracias, dice, y resopla de nuevo.
Buen provecho, le digo. Destapo la azucarera y miro su interior. Él asiente y continúa mirándome hasta que me retiro.
Ahora sé que yo buscaba algo. Pero no sé qué.
¿Cómo va ese tonel de tripas? Te va a desgastar las piernas, dice Harriet. Ya conoces a Harriet.
De postre, le digo al gordo, tenemos el “Especial Linterna Verde”, que es un pudín con mermelada, o pastel de queso o helado de vainilla o nieve de piña.
¿No la estamos retrasando, o sí?, dice, y resopla con cara de preocupación.
En lo absoluto, le digo. Claro que no, le digo. Tómese su tiempo, le digo. Le traeré más café mientras se decide. Vamos a ser sinceros con usted, dice. Y se mueve en el asiento. Quisiéramos el “Especial”, pero quizá también tomaremos un helado de vainilla. Con sólo una gota de salsa de chocolate, si me hace favor. Le dijimos que estábamos hambrientos, dice.
Me dirijo a la cocina para ordenar su postre, Rudy dice, Harriet dice que en una mesa tienes un gordo de circo. ¿Es cierto? Rudy se ha quitado el delantal y el sombrero, si entiendes lo que trato de decir.
Rudy, es gordo, le digo; pero eso no es todo.
Rudy sólo se ríe.
Parece que a esta muchacha le gusta la gordura, dice.
Es mejor que tengas cuidado Rudy, dice Joanne, que acaba de entrar en la cocina.
Me estoy poniendo celoso, le dice Rudy a Joanne.
Puse el “Especial” ante el gordo y un platón de helado de vainilla con salsa de chocolate a un lado.
Gracias, dice.
De nada, le digo… y me invade un sentimiento.
Aunque usted no lo crea, dice, no siempre hemos comido así.
Por mi parte, yo como y como y no puedo subir de peso, le digo. Me gustaría engordar, le digo.
No, dice. Si pudiéramos elegir diríamos que no. Pero no podemos.
Entonces levanta su cuchara y come.
¿Qué más?, dice Rita, encendiendo uno de mis cigarrillos y acercando su silla a la mesa. Esta historia se está poniendo interesante, dice Rita.
Eso es todo. Nada más. Se come sus postres, y después se va y Rudy y yo nos vamos a casa.
Vaya gordinflón, dice Rudy, estirándose como lo hace cuando está cansado. Entonces nada más se ríe y vuelve a ver la tele.
Pongo a hervir agua para el té y me ducho. Me paso la mano por el vientre y me pregunto qué ocurriría si tuviera hijos y uno de ellos me saliera así de gordo.
Vierto el agua en la tetera, arreglo las tazas, el azúcar, la crema, y le llevo la bandeja a Rudy. Como si hubiera estado pensando en ello, Rudy dice: cuando era niño conocí a un gordo, un par de gordos, de verdad gordos. Por Dios que eran rechonchones. No me acuerdo de sus nombres. Gordo era el único nombre que tenía ese niño. Lo llamábamos Gordo, al niño de al lado. Era mi vecino. El otro niño vino después. Se llamaba Bambolino. Todos lo llamaban Bambolino, excepto los maestros. Gordo y Bambolino. Me gustaría tener sus fotos, dice Rudy.
No se me ocurre nada que decir, así es que tomamos nuestro té y al poco tiempo me levanto para ir a la cama. Rudy se levanta también, apaga la tele, le echa llave a la puerta, y empieza a desvestirse.
Me meto en la cama, me arrimo a la orilla y me acuesto boca abajo. Pero enseguida, tan pronto como apaga las luces y se mete en la cama, Rudy empieza. Me pongo boca arriba y me relajo un poco, aunque es contra mi voluntad. Pero aquí está la cosa: cuando se coloca sobre mí, de repente me siento gorda. Siento que estoy terriblemente gorda, tan gorda que Rudy es una cosa pequeñita que apenas siento encima de mí.
Es una historia extraña, dice Rita, pero puedo ver que ella no sabe cómo interpretarla.
Me siento deprimida pero no voy a ahondar en esto con ella. Ya le he contado bastante.
Se queda allí esperando, acomodándose el cabello con sus delicados dedos.
¿Esperando qué? Me gustaría saber.
Es agosto.
Mi vida va a cambiar. Lo presiento.
Raymond Carver
Raymond Carver alcanzó el éxito gracias a un puñado de volúmenes de relatos publicados en los últimos doce años de su vida. Su carrera fue breve debido a su temprana muerte. Sin embargo, su obra posee una intensidad sin parangón y ha dejado una huella indeleble; su influencia se ha extendido por todo el mundo. Fue, junto con Richard Ford y Tobias Wolff, el máximo exponente de lo que se bautizó como «realismo sucio». En sus cuentos, lacónicos, precisos, de una contenida intensidad emocional, transforma la vida en literatura siguiendo la estela de Hemingway y sobre todo de Chéjov, su gran maestro. De él aprendió a retratar con profunda humanidad a esos seres desamparados y desolados, golpeados por la vida, a los que convierte en héroes cotidianos: parejas al borde de la disolución, hijos que tratan de comunicarse con sus padres, alcohólicos en busca de una segunda oportunidad, parados, gente corriente de la América más profunda y real.
Sus cuentos forman una elusiva y fragmentaria «gran novela americana». Y es que en Carver está la esencia de la verdadera América –doméstica, desquiciada, perpleja-, y sobre todo la esencia del alma humana retratada a través de una mirada que rechaza cualquier exceso sentimental, pero que, guiada por un depurado estilo, nos hiere directamente en el corazón como sólo es capaz de hacer la gran literatura.
Raymond Clevie Carver, Jr. Clatskanie, Oregón, 25 de mayo e 1938- Por Angeles, washington, 2 de agosto de 1988, fue un cuentista y poeta estadounidense. Destacado principalmente por sus relatos de corte minimalista.............
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