viernes, 27 de marzo de 2020

Escritora invitada: Nélida Robledo:SOBRE OFRENDAS Y SACRIFICIOS (o LA CIUDAD DEL ACERO)


Suena la sirena. Esa sirena, que aúlla cada tanto y que estremece los corazones de quienes la escuchan, es el anuncio de una nueva colada de arrabio. Es el inicio de una nueva etapa de producción que asegura el futuro de los habitantes del pueblo. Su aullido retumba en las laderas de los cerros, se cuela por las hojas de los eucaliptus que se mecen sacudidos por el viento, y llega hasta la cima del Zapla, hamacándose en los carritos que transportan el mineral. Los mineros interrumpen su trabajo y suspiran cabizbajos mientras se funden en sus pechos la alegría del trabajo cumplido, el dolor de la ausencia inmediata y el temor: ¿quién será el próximo? Desde la boca del socavón, un obrero, solo, callado, temeroso y resignado a la vez, se encamina hacia el fondo.

Todos los pueblos encierran historias. Todos los pueblos se construyen sobre la base de leyendas o mitos que intentan explicar, de la forma más exacta posible, algunas razones sobre su idiosincrasia o sus características.

Pero ¿conoce alguien, de verdad, cuáles son los misterios que se ocultan desde los orígenes, para que ese pueblo sea lo que es?, ¿hay alguien que sepa a ciencia cierta, qué manejos se elucubraron para darle forma a eso que hoy se llama “pueblo”?

El camino arranca desde el borde de la fábrica y va serpenteando, rodeando las fincas que reverdecen de hojas de tabaco. Es un camino gris, flanqueado por largos alambrados que encierran propiedades de vaya uno a saber quién. Son casi quince kilómetros de camino en subida, que llevan hacia la antigua mina, el lugar donde se esconde el socavón, allí donde aquellos baqueanos descubrieron el mineral, hace ya tantos años, y casi como por accidente.

Al traspasar la barrera de la entrada, el gris se convierte en rojo, un rojo que inunda el camino, las piedras, los árboles, el agua del arroyo… Es el Centro Mina 9 de Octubre, el origen de este pueblo, la marca registrada de esta ciudad: Palpalá. Ingresar a este lugar es adentrarse en un mundo de misterios, traiciones, engaños, desapariciones, entregas, ofrendas, sacrificios y muertes.

Dicen los que saben que don Wenceslao Gallardo1 andaba por aquellos parajes, hace algunos años –como siempre, al trotecito de su caballo– cuando encontró el filón de hierro: rojo, polvo rojo en medio del verde de las yungas, y ahí comenzó la historia. Los memoriosos recuerdan que el Gral. Manuel Nicolás Savio –aquel hombre visionario– se puso al frente de las excavaciones, y que fue la Dirección General de Fabricaciones Militares quien permitió el nacimiento de la siderurgia argentina, desde este pueblito pequeño, ubicado en la provincia más norteña del país, a través de la creación del establecimiento fabril Altos Hornos Zapla.

Palpalá fue, es y será Altos Hornos Zapla, sin importar cuánto quede, en la actualidad, de aquella industria. Porque la identidad del palpaleño se forjó, como el hierro, a fuerza de yunque y fuego y en torno al mineral.

Pero… ¿qué secretos encierra este lugar?, ¿qué destinos quedaron atrapados en el interior de los túneles, ahora cubiertos de lodo? Dicen (muchos “dicen”) que la fábrica cerró por un proceso de privatización que envolvió al país, sumiéndolo en la miseria misma; para otros, el filón de hierro se terminó, de pronto no hubo más producción y se produjo el cierre; según otros conceptos, el mineral extraído últimamente no poseía las cualidades necesarias para la exportación. Pero hay otras mentes profundas, antiguas, insondables, que aseguran la existencia de una razón mucho más verdadera: y dicen que el cierre se debió a que el “dueño” de esos lugares no recibió más ofrendas, y entonces vino el “cobro” que terminó con el cierre del complejo obrero y la desaparición de un pueblo.

La tarde se cierra sobre la mina, el sol se oculta en el horizonte, entre los picos de los cerros, detrás de la antena repetidora de la radio, y resurgen antiguas leyendas que evocan presencias extrañas. Los altos eucaliptus ocultan el profundo precipicio que abre su boca al costado del camino que sube, sube, sube… hasta más de mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. En ese abismo se esconden las historias que rodean un sitio mágico, esotérico, maravilloso. De pronto, en medio de la maleza, una pequeña construcción indica la entrada del socavón. Oscuridad y temor se mezclan, convirtiéndose en un solo sentimiento que atrapa el recuerdo: las mujeres no ingresan; tampoco los sacerdotes, si es que usa sotana. Ese es un sitio sólo para hombres, porque son ellos los únicos que saben de sacrificios.

A lo largo del camino, atravesando el bosque de eucaliptus, aún se extiende el cable-carril, el mismo que en aquellos tiempos transportara el mineral desde el centro mismo de la mina hasta el centro siderúrgico, en el pueblo. Allí, en aquel lugar, ese mineral se transformaría luego en el espectáculo más asombroso que pudieron haber visto los ojos de los habitantes palpaleños: la colada de arrabio; los destellos fulgurantes del mineral convertido en líquido perduran en las retinas de quienes tuvieron el privilegio de observar ese proceso. Y otra vez acude, presuroso, el recuerdo: los niños de la escuela primaria vecina al complejo fabril tienen esa dicha, porque cada vez que hay colada, las maestras realizan una excursión con los alumnos, y la expresión de sorpresa es siempre la misma: un “¡ohhhh!” que surge de las gargantas infantiles, mezcla de admiración y de temor, y que se eleva retumbando en las paredes de la fábrica. No más de una hora y están listos los lingotes de hierro. Es todo el proceso. Y todo vuelve a la normalidad. Los niños regresan a la escuela y los obreros sienten la satisfacción de la tarea cumplida.

Pero nadie sabe los secretos que se ocultan en el interior del socavón, allá en la mina, a más de mil metros de altura. Nadie sospecha siquiera los pactos que se tejen entre los dueños de la fábrica y el verdadero dueño de la mina, para que todo siga funcionando. Nadie lo sabe. Sólo los obreros que, de vez en cuando, echan de menos a algún trabajador que ha desaparecido de repente, sin dejar señal alguna.
Allá, al fondo del socavón, alguien espera su premio, pacientemente.
Tal vez la desaparición de la fábrica palpaleña no tenga que ver solamente con la extinción del mineral de hierro, sino sobre todo con pactos no cumplidos ante un soberano que rige los destinos del mundo inferior y que, todavía hoy, espera.


Nélida Miriam Robledo
Palpalá – Jujuy – Argentina
Docente,escritora.
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