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Capítulo V
Antonio Flores Schroeder
La noche en que Panchito encontró el camello en la vecindad sucedieron cosas realmente extrañas. Eran las siete pe-eme cuando salió del Eugenios para irse a su casa. Al abrir la puerta del bar tomó una bocanada de aire, con la misma desesperación sentida de quien está a punto de ahogarse por aguantar la respiración bajo el agua.
La noche en que Panchito encontró el camello en la vecindad sucedieron cosas realmente extrañas. Eran las siete pe-eme cuando salió del Eugenios para irse a su casa. Al abrir la puerta del bar tomó una bocanada de aire, con la misma desesperación sentida de quien está a punto de ahogarse por aguantar la respiración bajo el agua.
Primero sintió el cascabeleo de su cuerpo y eso le recordó la última vez que su auto terminó en el taller mecánico, y después avanzó entre el remolino de imágenes agolpadas en su cabeza: desde su segundo divorcio hasta las deudas pagadas con bonos de gastritis, y a veces con nudos en el cuello convertidos en pesadillas.
El ruido de los camiones del transporte público a esa hora, mezclado con el de las sirenas de ambulancias y patrullas, avivaba el caos interno a través de los oídos. Intentó relajarse, respirar hondo y poner la mente en blanco, como le había recomendado una amiga cada vez que se sintiera así, incluso recurrió a contemplar el cielo rojo de octubre pero nada de eso logró calmarlo.
De pronto encontró bajos sus pies una frase y diez metros después otra, hasta que, mientras avanzaba con la incertidumbre a cuestas, las palabras adquirieron cierta lógica tranquilizadora. Se trataba de un mensaje que lo conduciría hasta una cantina clandestina en una vecindad, localizada cerca de las vías del ferrocarril.
Sin importarle si aquello era una broma, una ocurrencia o hasta una trampa, apresuró el paso para llegar lo antes posible al multifamiliar indicado. El portón estaba semiabierto, como lo señaló la última frase, y avanzó hasta la escalera que se encontraba en medio del patio para subir lentamente. Al llegar al descanso se encendieron las luces del último cuarto del lado derecho.
Notó que los demás aposentos estaban abandonados porque algunos carecían de puertas y otros de cortinas. Tocó la puerta pero nadie respondió. Adentro había dos mujeres jóvenes desnudas sentadas en un sofá rezando cada una con un rosario en las manos. La luz opaca y el humo que flotaba en el ambiente, apenas le permitieron ver al fondo una barra hecha con un tablón sostenido sobre dos botes grandes de lámina. Vio una botella de tequila casi vacía y a un lado, apenas legible, una servilleta con otra indicación escrita con un lápiz.
Bebió el último trago del tequila y entró a la recámara con la curiosidad de un gato para buscar el agujero por el que se indicaba ingresar. La única manera de acceder era acostado y así se desplazó pecho tierra hasta la luz al final del túnel. El angosto pasadizo lo llevó hasta una compuerta detrás de la que había un jardín.
—¿Dónde estabas, niño?— preguntó una mujer agitada.
Inmediatamente reconoció esa voz de la infancia. Era su madre.
Aunque pensó en explicarle que venía del futuro, preferió quedarse en silencio.
Era hora de dormir y empezar una nueva vida.
Aunque pensó en explicarle que venía del futuro, preferió quedarse en silencio.
Era hora de dormir y empezar una nueva vida.
Capítulo VI
Luego de salir de la cárcel, Pancho se metió a trabajar como trailero. En ese empleo le sucedieron algunas cosas fuera de lo común, como la vez que le pareció extraño encontrarse en una de las carreteras que se sabía de memoria, con una cabaña justo a la mitad del camino. Aunque estaba ubicada a unos metros del área de descanso, donde estaciona su tractocamión para estirarse antes de conducir tres horas más, nunca la había visto. Podía jurar que jamás había visto ese lugar. La historia sucedió más o menos así en tiempo presente:
Son las seis de la mañana. Un par luces de neón y un letrero hecho de madera le dan la bienvenida. El anuncio tiene las letras astilladas, y rayadas con nombres y fechas muy antiguas.
Entra al sitio como un graznido de cuervo. Adentro alguien toca el sax. Huele a humo de cigarro mezclado con desodorante ambiental. La poca iluminación apenas deja ver las siluetas de algunas personas sentadas en la barra y en las sillas de las mesas. No se ha dado cuenta que son maniquíes, igual que el hombre barbón que se encuentra a un lado de la caja.
Entra al sitio como un graznido de cuervo. Adentro alguien toca el sax. Huele a humo de cigarro mezclado con desodorante ambiental. La poca iluminación apenas deja ver las siluetas de algunas personas sentadas en la barra y en las sillas de las mesas. No se ha dado cuenta que son maniquíes, igual que el hombre barbón que se encuentra a un lado de la caja.
Pancho se sienta frente al saxofonista. Escucha con atención las escalas de blues y jazz. La melodía escala sin prisa las paredes. Luego gira colgada de los ventiladores del techo. El piso de madera cruje en do menor. Ahora se siente relajado pero no hay nadie que le ofrezca un café o cualquier otra bebida para pasar el rato, y eso lo empieza a incomodar un poco. Aún no percibe que las manecillas de su reloj giran al revés.
La música le hace creer que sus manos se han vuelto de plástico, igual que sus brazos y piernas. Por lo pronto no puede moverse. Parece que el sax imita el canto vocal que Pancho tiene en su cabeza, igual que la polirritmia en los contratiempos de su corazón, que cada vez tiene menos latidos.
En la escena ha entrado un baterista con un redoble, luego un bajista tabletea para darle paso a una mujer que colorea el ambiente con un requinto largo e improvisado.
Mientras la canción avanza, a Pancho se le ha olvidado cómo hablar. Quiere ponerse de pie pero el cuerpo ya no le responde. Engañado por su mente ve cómo desaparecen los músicos con sus instrumentos: primero la mujer y su eterna escala melancólica, luego el bajista que se eleva a las estrellas y al final se esfuma el hombre sin ojos con un redoble.
Sólo queda ver cómo el saxofonista sonríe con esa mirada diabólica en su última canción mientras alguien apaga la luz.
Antonio Flores Schroeder
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