Walter sabía que no era mucho el tiempo que restaba entre aquel momento y el final. No fue fácil abrirse paso entre los cadáveres apilados en la entrada del subte
Se internó en aquel pasillo
oscuro.
La escaleras lo condujeron a lo
más bajo de la ciudad. El olor a hierros sucios y aceite viejo ya no lo
molestaba. Se había acostumbrado a él, a la oscuridad y al abandono.
Se filtró por la hendija que
había quedado entre la pared y la retorcida viga que soportaba débilmente el
techo del túnel. Más oscuridad, más olor, más suciedad.
Intentó caminar sobre los rieles
oxidados hasta aquel punto luminoso como a dos cuadras de distancia. Cada tanto
su cara tocaba alguna telaraña mientras pateaba pedazos de chapas retorcidas.
Hacía años que los subterráneos
no funcionaban. Por eso se animó a bajar. Muchas historias eran contadas
acerca de los extraños habitantes que
pululaban por ahí , pero no las creía ciertas.
La única salida era esa. Nadie
conocía mejor que él esos
vericuetos sucios . Los había
recorrido por años, había vivido la mayor parte de su vida bajo tierra,
respirando altísimos niveles de
partículas metálicas tóxicas, que hoy hacían efecto en su cuerpo delgado y
débil.
A pesar de todo logró llegar
hasta la próxima estación, y treparse al abandonado andén.
El roce del metal de las ruedas
con el de los rieles superaba el límite de tolerancia humana: ese sonido agudo
es tan ensordecedor que le quedó en la cabeza durante años. Ese sufrimiento se
veía en su cara.
Apenas escuchaba las voces si le
hablaban cerca del oído.
Debía apurarse para salir.
Enganchó su pie en la afilada
chapa del inicio de la estación y alcanzó la escalera mecánica en desuso.
Subió corriendo. Casi sin aliento
cerró sus ojos ante el contraste con el resplandor del atardecer y ahí la vio,
tirada sobre la vereda.
Ya quedaba poca gente. Esquivaba
cuerpos con tanta precisión como si saltara una rayuela.
A pesar del su apuro, la levantó
en sus brazos y la llevó con él hasta la plaza Los Andes.
La apoyó sobre uno de los fríos
bancos de cemento y la acurrucó en sus brazos, le dio calor, la acarició, le
habló hasta que ella abrió lentamente los ojos. Se miraron, fijamente. El, le
corrió el pelo de la cara y le dijo: “Amor, ya pasó todo, tranquila, ya llegan pronto,”
A lo lejos, leds de colores iluminaban la tarde que caía, cerca, dos cuerpos se
protegían, mientras tres hombres vestidos de negro, armas en mano, los subían a
una nave plateada que se alejaba por
Corrientes y subía lentamente al cielo dejando sobre aquel banco de cemento, la
última bomba que acabaría con Buenos Aires.
©Silvia Vázquez
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