viernes, 8 de abril de 2022

Narrativa: El banco de cemento

 


Walter sabía que no era mucho el tiempo que restaba entre aquel momento y el final. No fue fácil abrirse paso entre los cadáveres apilados en la entrada del subte

Se internó en aquel pasillo oscuro.

La escaleras lo condujeron a lo más bajo de la ciudad. El olor a hierros sucios y aceite viejo ya no lo molestaba. Se había acostumbrado a él, a la oscuridad y al abandono.

Se filtró por la hendija que había quedado entre la pared y la retorcida viga que soportaba débilmente el techo del túnel. Más oscuridad, más olor, más suciedad.

Intentó caminar sobre los rieles oxidados hasta aquel punto luminoso como a dos cuadras de distancia. Cada tanto su cara tocaba alguna telaraña mientras pateaba pedazos de chapas retorcidas.

Hacía años que los subterráneos no funcionaban. Por eso se animó a bajar. Muchas historias eran contadas acerca  de los extraños habitantes que pululaban por ahí , pero no las creía ciertas.

La única salida era esa. Nadie conocía mejor que él esos

vericuetos sucios . Los había recorrido por años, había vivido la mayor parte de su vida bajo tierra, respirando  altísimos niveles de partículas metálicas tóxicas, que hoy hacían efecto en su cuerpo delgado y débil.

A pesar de todo logró llegar hasta la próxima estación, y treparse al abandonado andén.

El roce del metal de las ruedas con el de los rieles superaba el límite de tolerancia humana: ese sonido agudo es tan ensordecedor que le quedó en la cabeza durante años. Ese sufrimiento se veía en su cara.

Apenas escuchaba las voces si le hablaban cerca del oído.

Debía apurarse para salir.

Enganchó su pie en la afilada chapa del inicio de la estación y alcanzó la escalera mecánica en desuso.

Subió corriendo. Casi sin aliento cerró sus ojos ante el contraste con el resplandor del atardecer y ahí la vio, tirada sobre la vereda.

Ya quedaba poca gente. Esquivaba cuerpos con tanta precisión como si saltara una rayuela.

A pesar del su apuro, la levantó en sus brazos y la llevó con él hasta la plaza Los Andes.

La apoyó sobre uno de los fríos bancos de cemento y la acurrucó en sus brazos, le dio calor, la acarició, le habló hasta que ella abrió lentamente los ojos. Se miraron, fijamente. El, le corrió el pelo de la cara y le dijo: “Amor, ya pasó todo, tranquila, ya  llegan pronto,”
A lo lejos, leds de colores iluminaban la tarde que caía, cerca, dos cuerpos se protegían, mientras tres hombres vestidos de negro, armas en mano, los subían a una nave  plateada que se alejaba por Corrientes y subía lentamente al cielo dejando sobre aquel banco de cemento, la última bomba que acabaría con Buenos Aires.

©Silvia Vázquez

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