VICTORIA
“…pero
el aullido continuaba en una gota
aguda
e ininterrumpida”.
No se
asomó el sol aquella tarde. Parecía que se había ahuyentado con el olor a
desgracia.
La
tribu estaba inquieta. Cada uno de ellos tenía una misión. Cada uno de ellos
sabía qué destino tendría esa noche.
Los
niños eran los únicos que se mantenían casi ignorantes de todo.
Ya no
quedaban sonrisas en los rostros ni atisbos de esperanza.
Lihuel
tenía sobre sus hombros la mayor responsabilidad. Mucho había ocurrido desde la
presencia de aquel soberbio capitán, invitando a la batalla. Pero ellos estaban
preparados. Habían invocado, suplicado y prometido, y sabían que la Pachamama no iba a
defraudarlos.
El
atardecer se hizo noche. Las paredes pedregosas estaban más frías que nunca.
Los únicos caldenes en pie ya no albergaban hojas, ni pájaros. Hasta ellos
habían huído. Estaban solos. El, sentado con la vista fija en el horizonte,
calmaba su ira. No debía sentirla. No estaba educado para sentir ira, sino para
defender a su pueblo.
Los nativos quedaban de guardia.
Encargados de avisar la llegada del enemigo, apostados mirando al norte,
permanecían con los ojos abiertos.
Ya
cerca de medianoche, el aullido de los lobos los alertó.
Apostados
detrás de las rocas más altas, los hombres de la tribu, se prepararon. Sobre la
cima de la colina baja, una negra hilera de sombreros oscuros se adelantaba.
El
primer disparo alertó al resto de la agrupación. Lihuel, dio la orden de
ataque. Todo se convirtió en sangre, gritos y dolor. Todo había ocurrido en
minutos. Cada cubierto en llagas, cubría la tierra que sus ancestros les habían
heredado. Amontonados unos sobre otros yacían inertes. La esperanza estaba
perdida. Lihuel y los pocos que quedaban vivos corrieron a cobijarse en las
cuevas. Los esperaban sus mujeres. Se oyó cerca el aullido de un lobo. Se hizo
un profundo silencio pero el aullido continuaba, en una nota aguda,
ininterrumpida.
Lihuel,
puso la mano sobre la oreja. Fijó la vista. Ahí, como rogando, un lobo herido
se acercó a él. Se preparó para defenderse pero vio que el animal arrastraba
algo. Se acercó con cautela. El bicho se detuvo, clavó su mirada en la de él, abrió su boca y
tiró sobre la tierra el sombrero del capitán.
Se
volvió, se recostó sobre la piedra y cerró los ojos para siempre.
©Silvia Vázquez
..............................
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario