jueves, 11 de abril de 2019

Cuento: Victoria


VICTORIA

                                                           “…pero el aullido continuaba en una gota
                                                                       aguda e ininterrumpida”.

No se asomó el sol aquella tarde. Parecía que se había ahuyentado con el olor a desgracia.
La tribu estaba inquieta. Cada uno de ellos tenía una misión. Cada uno de ellos sabía qué destino tendría esa noche.

Los niños eran los únicos que se mantenían casi ignorantes de todo.
Ya no quedaban sonrisas en los rostros ni atisbos de esperanza.
Lihuel tenía sobre sus hombros la mayor responsabilidad. Mucho había ocurrido desde la presencia de aquel soberbio capitán, invitando a la batalla. Pero ellos estaban preparados. Habían invocado, suplicado y prometido, y sabían que la Pachamama no iba a defraudarlos.

El atardecer se hizo noche. Las paredes pedregosas estaban más frías que nunca. Los únicos caldenes en pie ya no albergaban hojas, ni pájaros. Hasta ellos habían huído. Estaban solos. El, sentado con la vista fija en el horizonte, calmaba su ira. No debía sentirla. No estaba educado para sentir ira, sino para defender a su pueblo.
Los nativos quedaban de guardia. Encargados de avisar la llegada del enemigo, apostados mirando al norte, permanecían con los ojos abiertos.

Ya cerca de medianoche, el aullido de los lobos los alertó.

Apostados detrás de las rocas más altas, los hombres de la tribu, se prepararon. Sobre la cima de la colina baja, una negra hilera de sombreros oscuros se adelantaba.
El primer disparo alertó al resto de la agrupación. Lihuel, dio la orden de ataque. Todo se convirtió en sangre, gritos y dolor. Todo había ocurrido en minutos. Cada cubierto en llagas, cubría la tierra que sus ancestros les habían heredado. Amontonados unos sobre otros yacían inertes. La esperanza estaba perdida. Lihuel y los pocos que quedaban vivos corrieron a cobijarse en las cuevas. Los esperaban sus mujeres. Se oyó cerca el aullido de un lobo. Se hizo un profundo silencio pero el aullido continuaba, en una nota aguda, ininterrumpida.

Lihuel, puso la mano sobre la oreja. Fijó la vista. Ahí, como rogando, un lobo herido se acercó a él. Se preparó para defenderse pero vio que el animal arrastraba algo. Se acercó con cautela. El bicho se detuvo,  clavó su mirada en la de él, abrió su boca y tiró sobre la tierra el sombrero del capitán.

Se volvió, se recostó sobre la piedra y cerró los ojos para siempre.

©Silvia Vázquez
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