Ya había hecho unos kilómetros, y la
bronca que tenía por la discusión iba
desapareciendo.
Después de horas de viaje sin rumbo
vio la entrada al pueblito. El cartel,
casi
ilegible mostraba el paso del tiempo.
Estacionó la camioneta en la estación
de servicio, bajó y buscó algo para comer.
“No, señor”, le dijo un hombre ,” aquí no hay. Puede
ir al boliche que
está allá atrás”
y agregó, mirándolo de arriba abajo
“pero no se si al
señor le va a gustar” .
Lo siguió con la mirada y lo vio entrar.
Fue hasta la casita rosa, con puerta de madera
alta y blanca y una ventana
demasiado chica para esa pared; miró
hacia todos lados, no había mucho para
elegir.
“Seguramente es maloliente y
desordenado, pero no me queda otra”, se dijo.
El
bullicio desapareció cuando lo vieron entrar. Todos habían notado que no
era de
ahí .
Se sentó sin saludar. Apareció una
muchacha, quien con una sonrisa, le
dictó
el breve menú, para que eligiera .
Mientras esperaba, miró a su alrededor.
Todo estaba prolijamente ordenado, las
botellas colgaban del techo no
tenían rastros del polvo que venía de la calle, las
mesas de madera, muy viejas pero bien
cuidadas, el piso de tierra dura, y el asado
preparado como si se tratara del
“restó” más exclusivo.
Se sintió mejor que en su propia
casa. Aunque, cierto, ya no la tenía.
Las cajas con
unas pocas cosas le recordaban que la
había dejado esa mañana.
Cuando terminó de comer, vio que ya
la gente que estaba cuando él había entrado,
seguía ahí, charlando sin apuro.
Se acercó al mostrador, buscó a la
chica y sacó su billetera de cuero del
bolsillo.
“No, hoy no le cobro”, le dijo.“Los nuevos en el
pueblo son
bienvenidos”.
Volvió a la estación de servicio , y
le hizo la pregunta al despachante :
“¿Algún lugar donde pasar la noche? No, mejor alguna
casa para
alquilar. Me parece que me voy a quedar un tiempito
acá...”
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