La jungla que adormece
La quietud en la cama azuzaba los colmillos del dolor en la carne. Los días marchaban en procesión interminable no se sabía hacia dónde. Igual que sus esperanzas. Habían pasado cinco meses y ningún galeno le espetaba en el rostro lo que ya podía intuir padeciendo tortuosas noches en vela, horas que parecían siglos con su transcurrir pastoso, temblores abdominales que hendían uñas causando desgarros y dolores insoportables. La fiebre cuando aparecía, entonces, como una amiga esperada, lo sacaba con su sopor de aquella realidad hospitalaria.
Nunca debería haber abandonado su selva, agreste y salvaje como una maldición profética. Ahora se arrepentía de haber escuchado a sus amigos y al médico de San Ignacio. Este le recomendó que viajara a la capital bonaerense para realizarse un tratamiento más específico y así recuperarse de aquel mal alojado en su organismo. “¡Para qué!” Le habría dicho a su médico. “¡Si ya lo tengo acuñado en las tripas!”
Recordó instintivamente esos árboles que había visto en la selva, aquellos troncos de ibirapitaes cuando los invadían las comunidades de termitas y una muchedumbre de hormigas se movían con rapidez hacia todas direcciones, transitando por recámaras y galerías, fagocitando pulpa y savia hasta dejarlos sin vida.
Cuando le pasaban los calmantes, cada vez más seguido, tendido boca arriba fumaba con fruición soplando volutas en el aire, que se desdibujaban lentamente como sus pensamientos, que pugnaban por mantenerse incólumes, fieles a un arraigo obstinado en recuerdos y pertenencias banales e incluso imperceptibles para el resto de los mortales y que hoy descansaban en su casa de piedras, enquistada en un rellano de la selva misionera.
Tenía amigos y colegas escritores en la capital, como Exequiel, que le traían cigarrillos, alguna petaca de whisky, libros y hasta una radio para escuchar tangos. Ya no tendría que comunicarse con espaciadas cartas, los tenía ahí, muy cerca, pero no campeaban los mismos ánimos de aquellas diatribas interminables, encendidos discursos defendiendo tal o cual escritor, o mitigando zozobras de controversiales críticos literarios.
Pensaba en sus plantíos, en sus animales semi salvajes, hoy pululando en el patio y mañana irrumpiendo salvajemente en la selva buscando sustento, extrañaba el calor pegajoso que invade la piel, los ojos hasta enturbiarlos y termina acicalando el alma, con un fuste persistente de oprobio y melancolía.
Se increpaba haberlo abandonado todo y recalar en esta habitación, una jaula mortal, con la mortaja pronta descansando debajo de su lánguido cuerpo. Su vida pendía ahora de una postergación infalible detrás del jugo mortal de una jeringa. La morfina es un viaje de alas cortas y negro desenlace. Nunca en su vida nada le había venido impuesto. Todo en su vida él lo había provocado como un niño insolente, que recibe la desaprobación constante de sus padres.
Cuando el dolor dormía su siesta almibarada en brazos de sustancias opiáceas, se vestía con su traje cruzado, sus botines acordonados y sacaba a pasear su barba en punta por los pasillos y corredores del hospital. Uno de esos días, creyó escuchar un quejido hondo y lastimero, seguido por un llanto contenido que iba en aumento hasta proferir un grito ahogado, desbordado de inmediato por una nueva arremetida de sollozos incontrolables.
Atinó a agudizar el oído y seguir el lamento que se perdía entre las blancas paredes. Su intacta inquietud de escritor avispado, lo llevó a preguntar.
- ¿Quién se queja de esa manera?
- ¡Ah! ¿Esos gritos? Más vale que se acostumbre. Son de Vicente. Un deforme que vive en el hospital desde hace muchos años- le informó una enfermera, totalmente anestesiada ante el sufrimiento de aquel hombre.
- ¿Dónde está? - preguntó Horacio.
- En el sótano. Se ve que hoy le está faltando medicación. Ya mismo bajo a dársela.
- ¿La puedo acompañar?
- Si me asegura que no se va a asustar, venga. Después no diga que no se lo advertí.
Horacio siguió a la enfermera por pasillos y escaleras que bajaban, torcían hacia un costado y seguían bajando, hasta llegar a una habitación lúgubre y oscura, sin más claridad que la de una lamparilla que colgaba del techo con una luz mortecina.
Fue entonces cuando lo vio. Estaba tirado en un rincón sobre unos trapos y mantas, mientras no paraba de quejarse. Tenía el rostro cubierto por una máscara de tela blanca con tres agujeros, uno para la boca y dos más para los ojos, uno más arriba que el otro, perdiendo toda alineación.
-Cálmate, Vicente. Ya estoy aquí. Te traje tus caramelitos y el “juguito mágico” que tanto te gusta- dijo la enfermera, mientras giraba boca abajo el vial y con un movimiento mecánico extraía el medicamento con una jeringa.
A todo esto, Vicente ya se ligaba solo el brazo y ofrecía sus venas amoratadas que dibujaban extraños mapas en la piel.
Horacio esperó un momento, hasta que una extraña calma inundó el recinto. De inmediato se acercó y le tendió la mano.
-Soy Horacio Quiroga.
-Vicente Batistessa- dijo el hombre a quien ya le asistía una especie de modorra.
- Nos tenemos que ir, Horacio- espetó la enfermera mientras recogía sus implementos y salía del lugar.
Desde ese día Horacio no paró de pedir a la dirección del Hospital de Clínicas, que sacaran a Vicente del sótano y le dieran una cama digna, con colchón, almohada y mantas.
-No es posible, Horacio- dijo el médico director- Nadie quiere compartir habitación con él.
-Pónganlo en mi pieza. Ni siquiera un perro se merece el lugar dónde está.
- No le va a ser fácil la convivencia. Es muy impresionable. Padece una enfermedad deformante que se conoce comúnmente como elefantiasis, y es progresiva. Degenera todos los tejidos de la cara y las malformaciones crecen sin orden ninguno. Es un mal incurable.
- Doctor, soy un hombre que no le teme a nada. Mis miedos han modelado mi espíritu. Así como el pez no le teme al agua, yo puedo navegar en turbias aguas mancilladas por el odio, el infortunio y hasta puedo aguijonear a la propia muerte. Además, todos somos habitantes de una misma jungla, nos disfrazamos y deambulamos con diferentes máscaras cada día.
Horacio consigue su cometido. Había descubierto detrás de aquellos agujeros de la capucha, unos ojos buenos, con un brillo opaco, igual al del agua mansa del río Paraná en épocas de poca lluvia. El río se quedaba quieto, como una serpiente oscura que dormita al sol.
Descubrió en aquel ser sufriente relegado por el mundo, toda la basura de la humanidad que ocultaba bajo una capucha el propio umbral de la ciencia que solo se limitaba a anestesiarlo, condicionando a un ser humano a arrastrarse en las profundidades del edificio como Quasimodo, el jorobado de Notre Dame, personaje perturbador de la novela de Víctor Hugo. Pero Vicente no era una ficción, su desgracia se emparentaba más con aquel desdichado ciudadano inglés de postrimerías del siglo XIX, Joseph Merrick, “el hombre elefante”, destinado a deambular por circos y ferias exhibiendo sus deformidades, hasta que las autoridades lo confinaron a un sótano de hospital, ritual atávico y deshumanizado que se repetía con idéntica crueldad cincuenta años después. Pensó que no era Vicente el monstruo del que todos debían desviar la mirada, tenía un alma callada y a pesar de su infortunio, incapaz de maldecir. Los verdaderos monstruos andan a cara descubierta y destilan crueldades imponderables. Se olvidan por completo que detrás de esa máscara, hay sentimientos, emociones y quizás un espíritu elevado cincelado a golpes de rechazo, maltrato y humillación. Pensando en Vicente, olvidó por unos días su propio sufrimiento.
Había decidido en un gesto de hermandad, entregar parte de su alma a aquel hombre de ojos lánguidos y voz reposada.
Compartía con su compañero de habitación, los alimentos que le traía su familia, como su hija Eglé y su última mujer, Ana María que, a pesar de haberlo abandonado en Misiones, el aire de su Buenos Aires le había otorgado una riada de benevolencia y aparecía con sándwiches, pasteles y jugos de fruta. Vicente en un acto casi salvaje introducía los alimentos por el agujero de la boca, entonces, el trapo quedaba chorreado y salpicado en una mueca trágica.
Cuando estaban solos, Horacio leía en voz alta cuentos de Edgar Alan Poe, o a Proust o a Baudelaire, pausadamente, como esperando la comprensión del deforme.
Fue por esos días que vino el médico y le comunicó que el cáncer prostático que padecía había desarrollado metástasis hacia otros órganos y se hacía difícil controlarlo, por eso sufría de esos fuertes dolores lumbares. No encontraban una solución quirúrgica para extirparlo. Se limitarían a realizar un tratamiento químico y analgésico, con potentes calmantes para asegurarle una calidad de vida más llevadera.
Ni bien salió el médico, Horacio se incorporó lentamente en la cama y se dirigió a Vicente.
-Vicente, amigo. Tenemos que hablar.
No le llevó mucho tiempo la decisión, como un viejo caballo que pasta en la pradera, venía rumiando su futuro. Le encomendaría a su amigo, quizás la única acción de su vida en favor del prójimo, que conllevara una cierta beatitud, así fuere una especie de final trágico, pero que en su desenlace lo ayudaría a encontrar la cuota de serenidad, de sosiego infalible que le quitaría el calvario de vivir en un mundo que ya no le pertenecía porque no le ofrecía ninguna ilusión. Quedarse sin ilusión es morirse en vida.
En una de sus salidas, había pasado por una farmacia. El frasquito con cianuro lo tenía bien resguardado fuera de la vista de médicos y enfermeros. Había llegado el momento.
-Vicente, alcánzame un vaso de agua.
Autor-Marta Estigarribia- Montevideo-Uruguay
Nota de autor-Este cuento es ficción, aunque me fue inspirado en un hecho real. En el año 1937, Horacio Quiroga se suicida con cianuro en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires. Poco tiempo antes había conocido en dicho hospital a Vicente Batistessa, una persona que sufría el Mal de Proteus. Vivía aislado en un cuarto del mismo nosocomio. Para muchos, la muerte de HQ se puede catalogar como “Muerte asistida”.
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