viernes, 1 de marzo de 2024

Cuento: Una visita infernal- Juana M Gorriti

Una Visita Infernal 



Mi hermana a la edad de diez y ocho años hallábase en su noche de boda. Sola en su retrete, cambiaba el blanco cendal y la corona de azahar con el velo azul de un lindo sombrerito de paja para marcharse con su novio en el coche que esperaba en la puerta a pasar su luna de miel en las poéticas soledades de una huerta. 

Lista ya, sentose, llena el alma de gratas ilusiones, esperando a que su marido pudiera arrancarse del cúmulo de abrumadoras felicitaciones para venir a reunirse con ella y partir. Una trasparente bujía color de rosa alumbraba el retrete colocada en una palmatoria de plata sobre la mesa del centro, donde la novia apoyaba su brazo. 

Todo era silencio en torno suyo, y solo se escuchaban a lo lejos, y medio apagados, los rumores de la fiesta. De súbito óyense pasos en el dormitorio. La novia cree que es su esposo, y se levanta sonriendo para salir a su encuentro; pero al llegar a la puerta se detiene y exhala un grito. En el umbral, apareció un hombre alto, moreno, cejijunto vestido de negro, y los ojos brillantes de siniestro resplandor, que avanzando hacia ella la arrebató en sus brazos. En el mismo instante la luz de la bujía comenzó a debilitarse, y se apagó a tiempo que la voz del novio llamaba a su amada. 

Cuando esta volvió en sí, encontrose apoyada la cabeza en el pecho de su marido sentada en los cojines del coche que rodaba en dirección del Cercado. —¡Fue el demonio! —murmuró la desposada; y refirió a su marido aquella extraña aventura. Él rió y lo achacó a broma de su misma novia. 3 Y pasaron años, y mi hermana se envejeció. Un día veinticuatro de agosto, atravesando la plaza de San Francisco, mi hermana se cruzó con un hombre cuya vista la hizo estremecer. Era el mismo que se le apareció en el retrete el día de su boda. El desconocido siguió su camino, y mi hermana, dirigiéndose al primero que encontró le dijo con afán: 

—Dispénseme el señor: ¿quién es aquel hombre? 

El interpelado respondió palideciendo. 

—Es el demonio. Él me arrancó de mi pacífica morada para llevarme a palacio y hacerme a la fuerza presidente. He aquí los ministros que vienen a buscarme. 

Eran los empleados del hospital que venían en pos suyo. El hombre, a quien mi hermana interrogaba, era un loco.

Juana María Gorriti (1818-1892)

Fuente: Felipe Pigna, Mujeres tenían que ser. Historia de nuestras desobedientes, incorrectas, rebeldes y luchadoras. Desde los orígenes hasta 1930, Buenos Aires, Planeta, 2011, págs. 309-313.

Los tiempos de las guerras civiles y de la introducción del Romanticismo en el Río de la Plata fueron los de la aparición de las primeras escritoras argentinas. La más destacada de ellas fue Juana Manuela Gorriti, cuya vida reúne los más variados elementos de esa época.

Nació el 15 de junio de 1816, en la hacienda salteña de Los Horco­nes propiedad de su padre, José Ignacio Gorriti, por entonces principal lugarteniente de Martín Miguel de Güemes y, luego, su sucesor en el gobierno. Su infancia estuvo marcada por las sucesivas invasiones realistas a la provincia, la lucha de los “Infernales” y las disensiones entre la “Patria Vieja” a la que adhería su padre y la “Patria Nueva” de los opositores a Güemes.


Algunas de esas vivencias quedaron registradas en sus escritos: “Delante de la puerta se hallaba un grupo de hombres del campo y algunos soldados, que al verlo llegar se precipitaron a su encuen­tro, gritando con delirante entusiasmo ¡Güemes! iGüemes! ¡Viva Güemes! iViva nuestro general! Y lo rodearon unos de rodillas, descalzándole las espuelas, otros besando sus manos, otros el puño de su espada. Mi madre, seguida de sus hijos corrió a abrazarlo con la ternura de una hermana. […] “¿Y mi niño?”, gritó la madre pálida y sin aliento. “Mi pobre Rafael, ¿qué habrá sido de él?” Sin embargo, Güemes logró calmar la angustia de mi madre, ase­gurándole que el niño llegaría sin ningún peligro a los brazos de su padre; pues la guerra, al aproximarse a su fin, se había regula­rizado, y no existía ya en ella el vandalaje. Muy lejos estaba él de esa convicción que fingía para consolar un dolor que su hermoso corazón comprendía muy bien. Entretanto, la noticia de su presencia en Horcones se esparció con increíble rapidez; y en menos de una hora, la casa y sus cercanías estaban llenas de una multitud ansiosa que pedía con gritos en­tusiastas la dicha de contemplar al héroe, ídolo de los corazones y columna de la patria. Él les salió al encuentro, afable y sencillo en su grandeza, tendiéndoles los brazos y llamando a todos por sus nombres, con esa prodigiosa memoria que sólo poseen los grandes capitanes, y que tan mágico poder ejerce sobre las masas populares”. 

Esa infancia en medio de las guerras no impidió, sin embargo, que estudiase francés, religión y literatura, en un beaterío de la capital provincial. Algunas lecciones corrían por cuenta de su tío, Juan Ig­nacio. Aunque sus primeras experiencias con la educación no fueron de lo más gratificantes. Así se refiere Juana Manuela al comienzo de su instrucción formal: “Fue para mí un día de duelo. Me anunciaron que era necesario abandonar mi vida agreste, libre como los vientos, y cambiar los inmensos horizontes en que la pasaba por el estrecho recinto de un colegio de monjas.

¿Qué iba a ser de mí entre aquellas figuras severas e impasibles? Su principal intención sería ahogar mi querida turbulencia e im­ponerme su propia inmovilidad”.

Para entonces, José Ignacio Gorriti había llegado por tercera vez al gobierno de la provincia, cargo que ejerció entre 1827 y 1831. Aun­que de tradición federal, las disputas interprovinciales lo llevaron a quedar alineado en la Liga del Interior, unitaria, que desde Córdoba encabezaba el “Manco” Paz. Al producirse en 1831 la victoria federal, la familia debió exiliarse en Tarija, Bolivia.

Allí, Juana Manuela conoció a Manuel Isidoro Belzú. Se casaron en 1833, y desde entonces tendrían tres hijas (una de ellas, fallecida en la infancia) y una relación tormentosa, cruzada de acusaciones mutuas de infidelidad y separaciones. Belzú llevó una intensa vida militar y políti­ca, en medio de las “convulsiones de los nuevos estados americanos”, cuyas causas morales inquietaban a Juan Ignacio Gorriti. Entretanto, Juana Manuela comenzaba a hacerse conocer por su cultura en las tertulias de las ciudades de Sucre (la antigua Chuquisaca), Oruro y La Paz, donde sucesivamente residió. En 1841, el presidente José Ballivián Segurola designó a Belzú gobernador de Cobija. Los motivos políticos eran que temía la influencia del militar que había ayudado a llevarlo al poder. Pero las asiduas visitas del presidente a Juana Manuela mezclaron un affaire sentimental con las razones de Estado, y el escándalo llevó a la separación de Belzú en 1843.

Juana Manuela decidió irse con sus hijas a Lima, donde se ganó la vida enseñando a leer y a escribir a las “niñas” de las familias más acomodadas. Por entonces también inició su carrera literaria. En 1845, la Revista de Lima dio a conocer su primera narración, “La quena”, cuyo tema central es la disputa entre dos hombres por el amor de una mujer. Puede considerárselo el primer texto narrativo publicado por un autor nacido en lo que hoy es territorio argentino, ya que El matadero, de Echeverría -generalmente considerado la primera expresión del género-, no sería conocido sino póstumamente. A partir de entonces, fue dando a conocer sus textos, entre ellos uno de los primeros folletines sudamericanos, Peregrinaciones de un alma triste.

Entretanto, Belzú se había convertido en un político popular, a quien sus seguidores -sobre todo entre los pobres- bautizaron “Tata” (padre). En 1848 se hizo de la presidencia de Bolivia, la que gobernó hasta 1855. En ese período intentó reconciliarse con Juana Manuela, que se negó a regresar. Sin embargo, cuando en 1865 Belzú fue ase­sinado durante su intento por recuperar el poder, su ex mujer volvió para recuperar su cuerpo y organizar a sus seguidores, que la llamaban “Mamay”. La revuelta fue derrotada, y Juana Manuela debió regresar a Perú en forma clandestina para no ser capturada.

Nuevamente en Lima, se convirtió en el centro de la “bohemia” local. Las primeras escritoras peruanas (Clorinda Matto de Turner, Carolina Freyre de Jaimes, entre otras) la tomaban como su modelo, y era respetada por el mundo literario limeño que tenía entonces a Ricardo Palma como su principal exponente. Tras la caída de Rosas, su nombre empezó a ganar reconocimiento también en Buenos Aires, adonde viajó por primera vez en 1874. Dos años después, el editor Casavalle dio a conocer la primera edición de Panoramas de una vida, dos tomos que incluían distintas obras de Juana Manuela, entre ellas una biografía de Belzú, relatos de las guerras civiles sudamericanas y un Divino perfil  de Camila O’Gorman, uno de los primeros rescates literarios de su figura.

Juana Manuela estaba de vuelta en el Perú cuando se desató la Guerra del Pacífico, que enfrentó a ese país y a Bolivia con Chile por las ambiciones de las compañías que explotaban el salitre en lo que entonces era la salida al mar del territorio boliviano. Finalmente, se radicó en Buenos Aires en 1884, donde fallecería en 1892.

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