viernes, 3 de mayo de 2019

Cuento: Esa llave



Cecilia lo había planeado como si fuese la escritora de cuentos de terror más famosa del universo. Todo estaba minuciosamente planificado. Cada detalle, cada movimiento y cada respuesta. Nada podía salir mal. La mañana del sábado era ideal. Nadie iba a sospechar porque ese día él no trabajaba y no notarían su ausencia.


Vera había viajado a Córdoba a seguir de cerca el estado de salud de su hermana , que presentaba un cuadro irreversible luego de su ACV, un mes atrás.
Se levantaron temprano las melli, tomaron unos mates y prepararon el paquete de café en el estante de la alacena.

El acostumbraba a desayunar alrededor de las 9, después de pasar por la panadería
y comprar unas cuadraditas de grasa que no compartía con nadie.
Nunca compartía nada con nadie. Era tan egoísta que ni él sabía cuanto dinero tenía escondido por ahí. Ninguna de las dos pudo sacarle una palabra cuando apareció con el billete ganador de la lotería de Reyes, ese año.

Solo se dignó a comprarle un ramo de flores a su mujer, para quedar bien. El resto del dinero lo había escondido.

Desayunaba solo para no compartir siquiera el amargo café que preparaba casi a escondidas.
Vera ya había asumido su error. Se habían conocido tres años después de la muerte de su marido, en una oficina del centro cuando ella cobró la última cuota del seguro de vida.

Poco tiempo después, lo llevó a la casa. Prometiéndole un futuro venturoso, le hizo creer que quería tener una familia y adoptaba a sus hijas como propias… ¡Qué mentiroso!
En realidad quería era tres sirvientas que lo atiendan, que aguanten su malhumor, demostrado semanas después de su mudanza.


Esa mañana era ideal, no había dudas. Lo habían conversado muchas veces y era la única manera de sacarlo de la casa . Ceci había calculado cada movimiento, cada horario, cada paso a seguir, para no cometer ningún error. No era nada tonta. Tenía en su haber pilas libros de suspenso, policiales y de terror, a los que devoraba con una avidez exorbitante.


                                
Estaban hartas de sus desplantes, de su mal modo y de la forma en que trataba a su madre. Ella no decía nada. Simplemente vivía a su lado siguiendo órdenes al pie de la letra y tratando de convencerlas que en el fondo era una buena persona.
El volvió de la calle, preparó su café y lo sirvió. Ellas se levantaron de la mesa para dejarle lugar y fueron al dormitorio. Se oyó un grito de dolor, minutos después, y llamando a Vera se quedó sin voz por completo.

Ya era tarde. Cuando se asomaron a la cocina, estaba tirado en el piso, con la taza rota a su lado.
Ahora venía lo complicado. Sacarlo de ahí, llevarlo en el auto al hospital, donde Lucho las esperaba. Trabajaba allí desde hacía años. Nadie lo controlaba cuando entraba y salía con las bolsas repletas de basura. Era como un fantasma, invisible. Todo estaba preparado. Esa noche tenía guardia su hermano, así que no habría mayores problemas. Ellas lo metieron en el auto y lo llevaron al hospital. Dentro de una bolsa negra, lo arrastraron como basura hasta una sala, fría y oscura. Lo pasaron a una camilla desvencijada y sucia. Como lo merecía, lo que había cosechado. Estaba pagando toda su indiferencia y maltrato.

Dante comenzó con su trabajo. No tuvo ningún reparo en cortar cada parte de su cuerpo, pasando cada tanto su brazo por la cara, secándose la transpiración, para poder seguir adelante.
Habían pasado horas. Entre el maloliente cuerpo muerto, el sudor de Dante, el reguero de sangre que corría por el piso de la morgue y la desagradable imagen del cuerpo descuartizado sobre la camilla, por fin apareció.

La llave de la caja fuerte flotaba entre los borbotones sanguinolientos de su estómago.
Había tenido tiempo de tragársela antes de caer al piso. No iba a dejar ningún rastro por ahí. Nadie debería encontrar el dinero. Cecilia sabía que era capaz de todo para que nadie se quedara con él. Lo espió desde la puerta del comedor mientras tomaba el café. Tuvo el tiempo suficiente para tragarse la llave. Imaginaba su final. Había dicho más de una vez, queso desconfiaba de alguien, se tragaría la llave de la caja.

Cuando volvieron a la casa, un patrullero estaba esperando en la puerta. No imaginaron que debajo de la mesada de la cocina, él había colocado un botón que tenía comunicación directa con la seccional. Ya había dado instrucciones precisas que si alguna vez sonaba, sabían lo que tenían que hacer.
Esposaron a Ceci. La metieron en el auto. Solo se la pudo escuchar decir en voz baja a los vecinos “Era un viejo maldito, se lo merecía”. 

Hoy, sentada en una enorme sala, escucha la sentencia. Vera, detrás, llora al lado de un hombre canoso y alto que la abraza con ternura. Otra vez la misma historia. Queda Nora en casa, para repetir el plan.®Silvia Vázquez
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