El
arroyo
Apenas
cayó al piso, se estremeció. No estaba acostumbrada a los golpes y menos aún a
separarse de su madre. Aquella tarde el viento sopló más fuerte de lo que
acostumbrado a esa altura del año. Pero además, los ruidos de las máquinas que
irrumpieron la tranquilidad de la callecita eran tan insoportables como para
derribar al árbol más fornido.
La
hoja se soltó, por el viento y por el movimiento de esas infernales topadoras
que dejaron de moverse al final de la tarde.
Iban
y venían, cambiaban de operador, pero no dejaban de excavar la tierra dura y
fuerte de ese callejón poco transitado al final del pueblo.
Algunos
de los vecinos se asomaban para preguntar cuál era el destino de esa tierra
arrasada y qué iban a hacer en ese lugar que hasta esos días era la zona de
recreación de Villa Luz.
“No
sabemos nosotros”, les decían, “tienen que preguntar en la Municipalidad”. Pero
la curiosidad seguía y nadie quería tomarse el trabajo de ir a caminar apenas
unas cuadras para saber qué estaban haciendo.
Él
fue el único. José se puso el sombrero tempranito, cuando la escarcha apenas
había desaparecido y caminó las seis cuadras que lo separaban del centro.
“Solo
sabemos que construirán un edificio”, dijo la empleada municipal.
“Ah
no, edificios no, para qué si acá en el pueblo estamos bien así, nada de
edificios”, le respondió él.
Volvió
a su casa cabizbajo, pensando cómo solucionar ese temita del edificio. Pensó en los árboles, las plantas que daban
la sombra en verano, el arroyito donde la gente se refrescaba ni bien el calor
se asomaba en pleno noviembre. No podían dejar al pueblo sin ese espacio. No
podían.
La
hoja cayó despacio, apenas se dañó, pero aquella noche no pudo descansar… ¿Cuál
sería el destino de aquellas ramas vivas de su árbol madre?
Amaneció
nublado, las topadoras arrancaron temprano. Detrás de las nubes de combustible
asomaron la cabeza una veintena de almas, todos tomados de la mano, todos
gritando “No a dejarnos sin el arroyo, no al edificio”.
Llamados,
gritos, empujones. Todo lo posible se hizo. No se supo gracias a quien, una
tarde, cargaron las máquinas en camiones enormes y se las llevaron, cercaron el
recreo con alambrado, colocaron mesas, parrillas y hasta pusieron una guardia
nocturna. El recreo volvió a ser de todos y los árboles brotaron nuevamente.
Ya
no caían hojas, se abrazaban las ramas y se entrelazaban las enredaderas que
comenzaban a florecer. Ya no hubo hojas sueltas ni ruidos estridentes, ni palas
cavando..
Corría
el arroyo, limpio, la gente tomaba mate y las flores adornaban las orillas.
La
hoja, se secó, pero vinieron otras hojas, mejores, más fuertes. José se levantó
temprano a mañana, pero esta vez se puso su sombrero y caminó las seis cuadras
para agradecerle al intendente.
©Silvia Vázquez
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