Espartaco Posee Varela es escritor y
entrenador de ajedrez ,de la ciudad
de San Salvador de Jujuy, Argentina.
BAJO LA SOMBRA DEL LAPACHO
Por Espartaco Posse Varela (ARG)
“Un beso hace que el corazón vuelvaa ser joven y borre los años”.
– Rupert Brooke –.
Aquella mañana soleada Carlota, la Tota, indagó con entusiasmo por el teléfono:
—Carlos, estoy entrando a la autopista de tu ciudad por fin.
—¿A qué hora llegas?
—¿Carlos, cómo hago para llegar?, dame indicaciones que no me ubico bien porque estoy muy cansada.
—Tú sigue derecho que vas a terminar en un semáforo cerca del Colegio Nacional y luego giras a tu derecha y vas a dar con la estación de trenes y tomas la avenida correcta.
—Entendido en treinta minutos te veo. Estate atento a mi llegada, por favor.
Sí, la Tota fue quien me ayudó a llevar todos mis libros de mi biblioteca. La muy astuta me había enganchado con su arte culinario y un montón de charlas culturales, a puras carcajadas compartidas con el tictac del reloj. Ella se reía como un león con bronquitis, yo disfrutaba con los oídos con ese placer que tienen los artistas humoristas de que alguien se ría, a tu lado, por alguna barbaridad o genialidad que haya expresado. Al parecer hay más hombres serios y aburridos que con un sentido agudo del humor más desarrollado. La Tota lo primero que hacía, luego de levantarse entraba a su Facebook para leer mis ironías y sarcasmos que le daba esa alegría y energía para enfrentar el día a día.
Ella nunca me dio dinero, sino que me pedía que la acompañara al cine, a una parrillada, al teatro, a alguna pileta termal o a un apartado hotel con piscina, y por muy poco, casi me lleva a Uzbekistán de vacaciones. Ella viajaba desde lejos para verme. Yo no tenía cuantiosos recursos económicos ni de alternativas para devolverle tanta generosidad entregada.
Sólo tenía un ramillete de cómicos textos que escribía y ella me los leía en voz alta y, a veces, los corregía con inseguridad y los dólares de sus macetas y sus cigarrillos se asustaban cuando irrumpía con una de sus disparatadas carcajadas.
El meollo era que cuando me encontraba con ella no gastaba un dineral porque no ganaba mucho, eso en el fondo me ponía incómodo no ser adinerado…
¿Cómo podía paliar el desequilibrio desplegado por su tarjeta de crédito?
¿Debería llevarla a una plaza o a un parque? Eso parecía aburrido, rebuscado y tan poco poético para alegrar sus pupilas gastadas, para generar un momento placentero. Entonces nos fuimos al jardín botánico, al menos, admiraríamos alguna corzuela que mueva la cola.
Sin tantas demoras, nos embarcamos para allí y fuimos a vivir lo que ofrece la naturaleza. Asimismo, Tota creyó que el parque iba a ser aplanado y no empinado. También, un paraje no tan transitado como para darme un pico. Pagamos la entrada y empezamos a escalar, aunque nos lleve todo el día. Ella no estaba convencida de la resistencia de sus piernas ni de sus finos zapatos madrileños.
—Tota, ¿vas a aguantar los mil doscientos veinte metros a la cima?
—Carlos, ¿a cuántos metros estamos ahora?
—Aquí indica que nos encontramos a mil trescientos treinta y cuatro metros sobre el nivel del mar.
—¿Y a qué altura del cielo pretendes llevarme?
—A mil cuatrocientos sesenta y dos, sólo serán dos horas de sana y pura caminata.
—La verdad no sé si llegaré tan arriba con mi lenta marcha.
Carlota quería demostrar que aún con todos los cigarrillos fumados, ella podría alcanzar la cima por aquel sinuoso sendero de tierra. No pensé si algo le ocurría allí arriba, iba a ser complicado llamar a la grúa para darle auxilio.
—Carlín, espérame no subas tan de prisa que ya no tengo veinte años.
—¡Pero al paso que vas hasta los duendes van a pasarte y van a llegar primero a la higuera!
—¡Qué gracioso, mocoso!
Entonces, tuve que ir más despacio durante el ascenso, como dos hormigas exploradoras, esperando a la rezagada.
Lo único que cambiaba en el trayecto era la tonalidad de los verdes y marrones y los cantos de las aves. En un momento, la Tota me pidió ayuda y tomó mi mano para poder acceder a una parte elevada. Luego de subir ella no quiso desprenderse, eso lo notaba y después de ese desnivel presentía que algo se traía en manos porque me miraba y sonreía demasiado.
Por la senda nos cruzamos con unas Tipas blancas, un Cedro colla, un Nogal criollo, un Cebil Colorado, un Urundel, un Horco Cebil y Mato, Laurel peludo, Lapacho rosado, Palo luz, hasta que reconocimos a una vieja Higuera. Por aquel sendero la mayoría de las variedades botánicas poseía un cartel escrito que indicaba en letras amarillas de qué tipo de planta se trataba o de cuál árbol autóctono respiraba por allí.
—¿Sabes Carlos?, ¿qué hace tiempo que quiero darte un ósculo?
—¿Qué?... —fruncí el ceño—, mira un Pucancho - Chal Chal de Gallina, qué árbol tan… —ella interrumpió—.
—No me cambies de tema, no seas una gallina es hora de que me des al menos un beso! ¡Me lo merezco por todas las atenciones que recibiste de mi parte y de mi dinero!— Sin dudarlo ella cerró los ojos y extendió su cogote para intentar alcanzar mi boca.
Normalmente, un genuino besuqueo es algo que debe despertarse en el momento mágico, en el eclipse justo y con la indicada y no sentía que ella, sea la afortunada.
—Tota, estoy esperando a que salga el arco iris. Quisiera algo especial para inmortalizar nuestro primer contacto...
—No me cambies de tema, no seas un frío calculador. Ven aquí y dame un besote rico en medio de este bello cerro...
—¡Mira Tota! Un Carpintero mira para allá –y le extendí el dedo índice—, un pájaro Carpintero lomo blanco, ¡qué hermoso ejemplar!
—¡Qué hermoso que es!, nunca había contemplado uno.
—¿Viste qué suerte tenemos?
—Sí, y qué hermoso te haces el tonto.
—Para nada, si encontramos un Lapacho Blanco bajo ese árbol te daré nuestro primer mimo, ¿te parece?
—Trato hecho, ¿me das tu palabra?
—¡Palabra santa!—, y le juré con los dedos en la boca.
¿Cuál sería mi suerte o mi desgracia? Eso no lo sabía, solo esperaba toparme con los Lapachos rosados y amarillos. A la hora, llegamos al primer mirador, y nos sentamos a contemplar la gran ciudad, y me susurró que no quería seguir subiendo porque se agitaba y mareaba. Aprovechó ese momento para abalanzarse sobre mí e intentó hociquearme y justo, se cruzó un hermoso Tucán en el medio, y me salvé. A los segundos, recibí una llamada de una amiga, quién me preguntó a dónde me encontraba porque ella estaba en la puerta de mi casa.
—¡Ves, ahora me queda claro que estás con otras cuando yo no estoy!
—Mujer no es así, no eches a perder el aire puro. Si no me importaras no estaría escalando ¡cerros contigo!
Se enojó tanto por la llamada que dio media vuelta y descendió tan rápido como una tortuga enojada. La seguí, por el camino gritaba igual que un chancho mal carneado, así vinieron los días de más control.
—Carlos, ¿por qué no atiendes mis llamadas? ¿Qué estás haciendo que no me mensajeas? ¿Estás con otra?
—¡Escribiendo Tota!, estoy participando de un mundial de escritura.
¿Qué hubiera pasado si apagaba mi teléfono?
Dado que empeñé mi palabra, hasta el día de hoy sigo buscando la sombra de un Lapacho para darle mi despedida por ser una desquiciada loca titulada que arruinó todo desde esa salida de campo.
Ahora sé dónde están algunos eximios lapachos por si el amor me da la oportunidad de conocer algún pedazo de cielo natural llamada “mujer” que no sea celosa y sepa comprender lo corta que es la vida para estar perdiéndola en vanas discusiones sin sentido.
Recuerdo el guiño de ese enorme Tucán, cuando volvía por el sendero de mi nueva soledad y con su aleteo entendí que quería preguntar algo sustancial, y creí que se trataría sobre el calentamiento global, pero no, su gran duda me dejó tan verde como un perejil, y su dilema fue “a dónde irán los besos que guardamos, que no damos”. Y, con simpleza le respondí, creo saberlo “quizás los besos no dados van a parar bajo la sombra de un Lapacho blanco”...
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