miércoles, 16 de octubre de 2019

Escritor invitado: Abel Rivera García- Desde Colombia

Relato corto.

BARCO A LA VISTA

Autor: ABEL RIVERA GARCIA

El ulular de la sirena le recordó a Juan Deluque que iniciaba el segundo turno de las operaciones portuarias. Recobró el sedal con rápidas brazadas; desprendió cuidadosamente la carnada con la presteza de los pescadores veteranos; tomó las diez cachorretas que en entusiastas faena había capturado minutos antes, las metió en su mochila de fique y miro a su alrededor. Entonces con nostalgia recordó su niñez: Vio por el laberinto de los años pasados, aquel chicuelo hijo de José Antonio Deluque, pescador riohachero que emigró a Santa Marta, huyendo de la recesión que sufría esa ciudad, luego de que los barcos alemanes abandonaron el comercio de vainas de dividivi, a pocos días de la invasión del corredor de Dánzig por las tropas nazis, sin más pertenencias que cinco camas de lienzo, dos baúles con vestidos descoloridos, menaje de cocina y diez sacos llenos con pescadillos secosalados que una semana antes del viaje, habían recogido en la laguna de San Lorenzo de Camarones, seca completamente por los alisios de febrero. Evocó aquella tarde: acompañado por los setenta y siete miembros de su parentela, reunida para la ocasión de despedirles en su última cena en Riohacha; percibió uno a uno los rostros familiares tras la cortina de humo que producían los pescadillos asados a la brasa, que ellos llamaban “cachirra”, cuyo olor rancio y pútrido se percibió en la vecina comunidad de San Lorenzo de Camarones a 20 kilómetros de Riohacha, como un vaho que penetraba en las estancias. Para sus habitantes era la muda señal del destierro que iniciaba su marcha. Junto a José Antonio Deluque y familia emigraron doce parientes con sus familias , llenas de niños todas ellas, se asentaron en Santa Marta, en los Cerros de las Abras de Santana y sus ancones, antes de que por ley nacional fueran incorporadas a la zona portuaria y sus habitantes obligados a desavecindarse. Por la pérdida de sus posesiones algunos fueron indemnizados y los más desahuciados como perros.
De niño Juan se maravillaba del azul y transparente mar de Santa Marta. Pasaba tardes enteras viendo absorto a los cardúmenes de carajuelos de rojos e iridiscentes colores nadar en elípticas circunvalaciones alrededor de los pilotes de madera del muelle de cabotaje, carcomidas por la broma y recubiertos de algas danzarinas. A Juan le parecía que en realidad jugaban a “la lleva”. A los pocos meses se convirtió en un gamberro que en su insaciable deseo de conocer, incursionó en las radas de Taganga, convivió con los pescadores y aprendió el oficio de vigía de chinchorro playero. Con el tiempo conoció algunas palabras del inglés para pedirles a los marineros extranjeros que arrojaran desde a bordo monedas a la mar, que junto a sus compañeros de pandilla recogían de las profundas aguas del puerto antes de que las monedas llegaran a fondo. Había que ver la cara de admiración de los turistas que visitaban el puerto ante ese espectáculo. - ¡Moni e uader mista! ¡Monie e uader! - gritaban como pichones hambrientos los muchachos semidesnudos nadando alrededor de las naves. Por las asoleadas diarias en el mar, Juan adquirió el color del dulce de grosellas y su cabello de mestizo guajiro, otrora lacio y azabache, se tornó motoso y arropillado.
Al igual que Juan Deluque, respondiendo al llamado laboral de una sirena, casi un centenar de estibadores suspendieron la faena de pesca con sedales. Como era habitual en los días de fin de año, los trabajadores portuarios aprovechaban la afluencia de cardúmenes migratorios que anualmente se daban cita en la dársena del puerto, dando vueltas por ella con un nadar frenético. –caramba Piqui es una lástima tener que trabajar ahora que está mejor la picada - dijo Juan Deluque a su amigo Piqui Morales, compañero de la cuadrilla de los catorce a la cual pertenecía, famosa en el ámbito portuario por su afición a la pesca y por la rapidez en el cargue de banano en cajas para los buques de la multinacional frutera, Cole Internacional Co.
Miró a lo lejos y vio venir al capataz, quien al tiempo que llamaba a lista observaba los resultados de la pesca con interés de aficionado. El capataz con voz ronca gritaba: ¡Vamos cabrones a trabajar! Aquí se pesca y se carga!. Por su trato hosco y autoritario los estibadores le tenían malquerencia y más de uno al verle venir mal hablaron de su madre. –Coño, justo ahora que empezaba a picar la cojinoa! -¡Me cago en su hermana!- expreso Juan rubicundo por la ira. –¡Cuánto deseo jubilarme para poder mandarlos al carajo y dedicarme a lo mío! ¡Vaciaría este mar de peces!- agregó.
Para entonces ya las bandas transportadoras habían iniciado la procesión interminable de cajas de banano, con tanto ruido en sus piñones que a Juan le parecía un croar concertado de ranas campestres después de la lluvia. Por el portalón de babor se incorporó a su puesto de trabajo en la bodega del barco y saludó a sus compañeros de cuadrilla. Su carácter comunicativo lo impulsó a entablar conversación.
-¿Supieron la novedad, muchachos?- inició mientras sonreía con picardía.- Ayer el sindicato logró que el gerente aprobara el artículo quinto del proyecto de convención! _Recuerden, se trata de aquél que establece el pago de las horas de incapacidades médicas al triple del valor de la hora efectivamente laborada y que además establece que el ingeniero de operaciones no pueda retirar a los operadores de equipo de su frente de trabajo cuando no haya carga de trasladar a los patios_, agregó. La cinta transportadora entraba por el portalón como un enorme ciempiés y en ráfagas empujaba las cajas de banano que los estibadores, improvisadamente abrigados, asían y estibaban en el frio compartamiento del buque. Desde allí alguien gritó: ¡Se acabó el destajo! ¡Bravo! -¡Y hay más! - dijo Juan-Aprobaron la visita de la comisión negociadora sindical al Japón, con gastos en dólares por dos meses.- Quisiera ver la cara que puso el ingeniero Yiye Ávila!- muchos comentarios se hicieron a continuación entre risas y altas voces. Sorprendería la uniformidad de opiniones y gesticulaciones del grupo, pero en la ciudad se sabía y mucho se comentaba en reuniones sociales, que por ser trabajadores portuarios eran bulliciosos y jaraneros. Se distinguían en las vecindades por donde residían. Todos los fines de semana y desde la noche de los viernes encendían sus equipos de sonido en altos volúmenes y por la euforia de los tragos escandalizaban con voces destempladas y gestos ordinarios. En la ciudad llegó a tenerse en gracia sus comportamientos excéntricos.
El cargue termino a las dos de la madrugada, cansados pero sonrientes los estibadores tomaron los buses de la empresa y se retiraron a sus casas. Esa misma semana, Juan Deluque tuvo un encuentro casual con el ingeniero Yiye Ávila a la salida del casino. Le notó afligido y nervioso, cargaba las barbas de una semana. Supo más tarde por boca de Pique Morales que su aspecto era consecuencia de doce días de trasnocho buscando argumentos para rebatir las tesis del sindicato presentadas en el proyecto de convención colectiva, a la luz de su experiencia de quince años en operaciones portuarias. Trabajó en eso por orden del director de operaciones y fue grande su decepción cuando supo que el mismo día en que inició el estudio, el gerente había pactado con el sindicato en una reunión secreta en el apartamento para visitantes ilustres que la empresa poseía en un centro turístico de la ciudad; y que terminó en una saturnal que alarmó a los turistas andinos hospedados en los edificios vecinos. Al día siguiente se comentó en toda la ciudad que jugaron al botellón y que una de las penitencias del juego les llevó a competir a carreras en la playa, todos desnudos: las doce putas caleñas recién llegadas al lupanar de Carlos Lopera con latas de cerveza vacías atadas a sus tetas y ellos a sus testes; de manera que desde lejos se percibía un sonido de cascabeles que recordaba las comparsas del carnaval Cien Agüero. Terminaron entrelazados en intrincados nudos por sus vergüenzas como peces en trasmallo, sin poderse desatar por causa de la embriaguez general. Así amanecieron dormidos sobre la playa. Los hoteleros tuvieron que recurrir a la policía portuaria para terminar con tan singular jolgorio, antes de que se despertaran los primeros bañistas. Al piquete de veinte agentes le tomó tres horas en desatar los nudos, y finalmente en la camioneta policial fueron llevados hasta el lupanar de Carlos, donde permanecieron parrandeando tres días más hasta cuando un grupo de sus esposas y mozas les rescataron y llevaron a sus hogares.


Corría el año de 1992, y ya se había promulgado la ley de modernización de los puertos del país dirigida a llevar a manos privadas la administración y las operaciones portuarias, luego de un monopolio estatal de más de 30 años que engendró inimaginables vicios laborales. Las negociaciones obrero patronales se daban en un ambiente febril de toma y daca, cargado de expectación entre los trabajadores portuarios. Por último, se llegó al acuerdo que fijaba las tablas de retiro por indemnización y pensión que a todos complació.
Después de 15 años de trabajos y a los 40 años de edad, Juan Deluque se acogió al plan de retiro y fue jubilado. Para él no hubo emoción más grande que haber firmado la carta de renuncia y aceptación de condiciones. Ese día se presentó a las oficinas de la gerencia de la administración portuaria, acompañado por la comitiva alborozada de sus compañeros de cuadrilla y un grupo folclórico de tambores recogido a las volandas en el barrio Pescadito de la ciudad. Llegó vestido con un atuendo estrafalario para la ocasión: bermudas, zapatos tenis blancos con medias hasta la rodilla, chaqueta de dril decorada con cucharillas y cebos artificiales y gorra de beisbolista con un marbete que decía “Colpuertos”. La música de la tambora sonaba atronadora en el viejo edificio de la administración portuaria y la estructura se estremecía al ritmo de un porro tapao. Luego de la diligencia la comitiva se dirigió a los muelles, fortalecida en número por casi un centenar de trabajadores portuarios que estando francos conversaban animadamente en el parquecito del malecón. El alboroto se escuchó en toda la zona portuaria y paralizó las operaciones de cargue y descargue. Desde las bocaescotillas y portalones los estibadores asomaban sus cabezas llenos de curiosidad; y al tener conciencia de lo que ocurría en tierra, iniciaron una salva de aplausos a la que Juan Deluque saludo con brincos y graciosos pases de baile champeta. Así recorrió todos los muelles y se detuvo en el muelle bananero; allí sentado sobre una bita saco de su mochila un sedal cebado con calamar y lo lanzo al mar mientras gritaba: -¡Al fin! ¡Al fin! ¡Al fin soy libre, carajo!

Santa Marta, marzo de 1994
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